Desde muy pequeña jugaba con muñecas. Su hermana prefería los coches de sus otros dos hermanos.
Todos ellos, pasaban entretenidos las tardes. Siempre jugando. Tuvieron una infancia feliz.
El paso de los años confirmó sus cambios físicos. Estudiaron y trabajaron. Después comenzaron a casarse.
Tuvo su primera hija al año y medio de casarse. Creyó alcanzar la cima de la felicidad. Dos años y medio después tuvo otra niña. Se sentía dichosa. No eran sus muñecas. Eran carne de su carne. Cumplía el gran deseo de su vida. Ser madre.
Había dejado su trabajo antes de nacer su hija mayor. Todo el tiempo le parecía poco para estar con ella. Quería recrearse en sus primeros días. Después gozar y acompañarla en su crecimiento. Reír y entretenerse, jugar y deleitarse en su niñez.
Dobló todos esos sentimientos al nacer su segunda hija.
Las niñas crecían. Tenían cuatro y seis años. Era feliz, pero ansiaba tener otro hijo. Deseaba ardientemente un varón.
Cada mes sufría una pequeña decepción. Y las decepciones se iban acumulando. Se amontonaban. Su hermana y sus amigas le recriminaban: –Ya vendrá, si viene. –Vive y disfruta lo que tienes, le decía su madre.
Entendía lo que le decían, pero no le convencían. Llevaba a las niñas al colegio y volvía. La casa se le caía encima. Daba vueltas y más vueltas. Se inquietaba y se angustiaba. Después, sentía una congoja que oprimía su pecho. La única salida que tenía entonces era llorar desconsolada, pero lo guardaba. Era su secreto.
Le invitaban a salir, pero buscaba excusas para no hacerlo. Cada vez más retraída. Incluso era premiosa para salir con su marido y sus amigos los fines de semana.
Su familia empezaba a preocuparse… Y de pronto, todo cambió.
Un mes ocurrió el milagro. ¡Estaba embarazada de nuevo! Las molestias propias de la gestación le hacían ser más encantadora. Más grande. Volvía a ser inmensamente feliz.
Los meses transcurrían y el médico le confirmó la buena nueva: era un varón.
Achuchaba con ternura a sus hijas. Las mimaba aún más. Estaba radiante. Se sentía inmensamente feliz.
Nació su tercer hijo. El primer varón. La habitación del hospital se llenó de flores. Familiares y amigos acudían a darle la enhorabuena.
Atrás habían quedado las dificultades y desánimos. Volvía a ser ella. Su marido empezó a llevar a las niñas al colegio. El recién nacido ocupaba todo su tiempo.
El bebé había nacido con cuatro kilos. –Medio criado, le decía la matrona. Era un comilón y dormía plácidamente la mayor parte del día. Se criaba solo.
No había cumplido el mes cuando a su padre le llamaron a la oficina. De vuelta a casa, subió al cuarto piso y un agente de policía le invitó a sentarse.
La casa estaba impecable. Limpia y ordenada. Nada fuera de su sitio.
A las puertas del salón estaban los zapatos de su mujer perfectamente colocados. Alineados.
La puerta de la terraza permanecía abierta. Había corriente. La misma corriente que le había impulsado a que, abrazada a su hijo, se lanzase al vacío.
Doctora en Derecho. Licenciada en Periodismo.
Diplomada en Criminología y Empresariales.
