Con cuarenta y cinco años creía haberlo vivido todo. No estaba para recibir lecciones de nadie. No me gustan los alardes, ni la gente presumida. Soy un hombre cumplidor que jamás falté a mi trabajo. Me he hecho a mí mismo y he alcanzado todo lo que me he propuesto.
Visito a mi madre viuda a diario. Desde hace tres años vive atada a una silla de ruedas y tiene una cuidadora que la atiende mientras trabajo.
Salí de la oficina y llovía. Nos visitaba la gota fría del año. Comí y apenas descansé. Arreciaba y tenía que darme prisa para visitar a mi madre.
Nada más llegar a su casa el agua empezó a entrar y en unos minutos llegaba a mis rodillas. Mi madre temblaba y lloraba. Tuve que arrastrarla por la escalera interior mientras gritaba: —Déjame, ha llegado mi hora, ¡quiero morir! A duras penas llegamos a la primera planta. Una estancia abandonada por la falta de uso nos acogía y quizá nos diera otra oportunidad de vivir.
Las horas pasaban y el agua invadía también el primer piso. Subí a mi madre a una mesa que había para evitar que se mojara aún más y la arropé con unas viejas mantas.
Una noche eterna en la que, tras la lluvia, torrentes de agua arrasaban sin piedad. Una noche oscura, tétrica y angustiosa. Sin móvil, sin agua, sin medicamentos. Miraba con disimulo la expresión desesperada de mi madre mientras pasaban las horas más largas y duras de mi vida.
Y tras la noche nos sobrecogió una mañana de desolación, ruina y caos. Mi cuerpo se llenó de una melancolía aterradora.
El devastador torrente de agua había dejado delante de la casa coches, mobiliario y árboles que levantaban un muro infranqueable. Estábamos atrapados. No podríamos salir. Lloré en una esquina. Si no sucedía un milagro mi madre moriría.
Y de pronto, oí un ruido de silbato. Alguien estaba en la calle. Al asomarme vi una patrulla. Un grupo enorme de chicos jóvenes pertrechados con cepillos, escobas, palas y una mochila al hombro.
Al verme gritaron: —Hola, ¿cuántos sois? —Dos. Estoy con mi madre que está impedida.
Uno de ellos dijo: —Os quedáis vosotros. Luego nos vemos. ¡Suerte!
E inmediatamente gritaron: —¿Tienes una cuerda o sábana? Así podemos atar botellas de agua y algo de comida que traemos para vosotros.
Mi madre preguntó: —¿Quién anda ahí? —Son unos ángeles, mamá. Han venido a salvarnos.
Una chica dijo: —Retiramos lo que hay en la puerta y entonces podrás venir a ayudarnos.
—Empuja, decía uno. —Imposible, tenemos que empujar todos al tiempo, contestó otro. Y durante más de cuatro horas retiraron lo que había hasta dejar liberada la entrada. Desde el marco de la puerta les ayudé a retirar el último escollo.
Entonces, con lágrimas en los ojos les abracé. Mi emoción había crecido durante esas horas al verlos luchar por nosotros. Nunca hasta entonces había dado abrazos más sentidos. No los conocía. Jamás había oído hablar de ellos, pero eran los héroes con los que había soñado desde niño. No he tenido hijos, pero por primera vez sentí deseos de haberlos tenido.
Trabajaban sin parar. Vaciaban la casa. Sacaban todos los muebles, enseres rotos e inservibles. No borraron la alegría de sus rostros, la misma que les había conducido hasta nosotros para ayudarnos.
Desde la primera planta se oían los llantos de mi madre. Y, siempre había alguno que interrumpía su trabajo y subía a la planta de arriba. —Hola, me llamo Mireia, dijo una de las estudiantes. Deme un abrazo. ¡Está viva! Me alegro de conocerla. Y, tras el abrazo, volvía a la tarea.
La presencia de los ángeles se sentía con más fuerza. Su estampa inundó una casa destruida. Un desastre, una calamidad, un cataclismo que palidecía con sus esfuerzos denodados, con su jovialidad y entusiasmo. Los muebles rotos y enseres inútiles que flotaban los amontonaron fuera, ordenados a derecha e izquierda de lo que un día había sido la puerta de entrada de un hogar. Con vitalidad, fuerza y energía trabajaban sin parar. Llevaban seis horas y no desfallecían. Vaciaron la cocina y siguieron con el cuarto de estar en donde no había más que desechos. Restos de una mesa, sillones estropeados, el sofá destrozado. La televisión rota. Del comedor solo quedaban dos sillas desvencijadas.
Y se tomaban un respiro subiendo a la planta de arriba. Ahora era Jano: —¿Cómo se llama? —Ernestina, y tengo 70 años. —Ernestina, ¡cómo me hubiera gustado que fuera mi abuela! Solo conocí a una de ellas, pero murió cuando tenía cuatro años. Me esfuerzo en recordarla, pero no lo consigo. Antes de irme me gustaría darle un abrazo. —No, Jano, por favor. ¡Dámelo ahora! También a mí me hubiera gustado que fueras mi nieto. De hoy en adelante lo serás en mi corazón. Me siento tan orgullosa de todos vosotros. Gracias. Gracias a todos. Sois unos ángeles.
A las tres de la tarde volvió a sonar otro silbato. Otros chicos venían con un carro con comida: caldos calientes, agua y bocadillos.
Cuando anocheció nos quedamos solos con unas mantas limpias en el primer piso. Repasé todo lo ocurrido. Las trágicas tarde y noche, pero sobre todo la luz incandescente que había inundado nuestros corazones tras el amanecer.
Nuestros héroes achicaron el agua. Limpiaron nuestras ruinas, pero, sobre todo, expulsaron el miedo, la pena y la angustia instalada en la casa. Un día lleno de admiración, reconocimiento y profundo agradecimiento a unos jóvenes rabiosamente generosos.
Y al día siguiente, tal y como prometieron, volvieron. Nuestra legión de querubines acabó de sacar lo que quedaba. Limpiaron y limpiaron. Las horas pasaban y otros jóvenes volvieron a traer comida, bebida y hasta recordaron los medicamentos para mi madre.
El último día trajeron una silla de ruedas que habían conseguido. Sentaron a mi madre y le colocaron una corona: “Era su reina”. Y ella, después de tantos días dejó de llorar y sonrió. Les sonrió y abrazó a cada uno pronunciando sus nombres. Nombres que jamás olvidaría.
Por primera vez me sentí insignificante. Unos chicos jóvenes me descubrieron algo que para mí estaba oculto. Esos chicos me hicieron llorar.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
Es bueno dar cuando alguien pide, pero es mejor todavía poder dárselo todo al que nada pidió. Paulo Coelho