jueves, noviembre 6, 2025
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Acometidas vitales

Ayer me desplomé en la oficina. Mis compañeros avisaron de inmediato a una ambulancia. Al despertar en el hospital me encontraba bien. Tan bien como los días anteriores.

Pasé la noche con mi marido. Al día siguiente el médico venía cargado de noticias. Ninguna buena. Habían visto un tumor del tamaño de una naranja, adherido a mi cerebro. El pronóstico era de extrema gravedad. La cirugía no era una opción. Tampoco lo eran la quimio ni la radio.

Volvería a casa a vivir los días o semanas que me quedaban. En solo dos días, mi vida había dado un giro descomunal.

Mi marido y mis hijos me recibieron con una ternura desbordante. Me emocioné. Necesitaba dormir. Mis hijos volvieron a sus nidos. Ellos lo superarían. Estaban empezando sus vidas. El futuro estaba en sus manos.

En casa, una vez más, solos mi marido y yo. La noche fue un devenir incesante del abrumador diagnóstico que había recibido unas horas antes. Amanecía, y por fin, cerré los ojos. Tras el shock inicial recuperé el sentido de mi vida, de la poca vida que tenía por delante.

Debía arreglar esos papeles que llevaba aparcando año tras año. Intentaba no disiparme. Concentrar mi atención. Resolver todos los asuntos pendientes. Al menos, los inexorables.

Pero, por encima de todo, él me atormentaba. Lo tenía presente permanentemente. Me perseguía. Me mortificaba el alma. ¿Cómo sería despedirme del amor de mi vida?

Y de pronto, fui consciente de mi fortuna. Era yo la que marchaba. No sufriría el dolor de la separación. No me despediría ni siquiera con un hasta pronto. No tendría que derramar lágrimas de sangre por no compartir con él los últimos días que nos quedaran juntos.

Estaba siendo egoísta… Y, de pronto, pensé en cómo quedaría él. Sentí su inmenso dolor al ponerme en su lugar. Si cambiáramos los papeles, no quiero imaginar mi sufrimiento. Si él se fuera, me quedaría en la nada. Rota para siempre.

Sin embargo, yo tenía la esperanza de encontrarme con él más adelante. Ojalá él desee y quiera volver a estar juntos otra vez. Estoy decidida. Le reservaré un hueco a mi lado por si quiere pasar el resto de la eternidad junto a mí.

El ruido de la puerta me hizo volver a la realidad. Y la sorpresa me enterneció. Mis tres hijos aparecieron de pronto, sin previo aviso.

—¡Qué alegría! Esperaba a vuestro padre. Salió por la mañana a hacer sus ejercicios. ¿Queréis quedaros con nosotros a comer? En unos minutos improviso cualquier comida y la disfrutamos todos juntos.

Mi hijo mayor tomó la palabra: —Mamá, casi es mejor que te sientes.

Una vez sentada, otro de mis hijos me rodeó los hombros, cubriéndome con un suave y cálido abrazo. Y, entonces, prosiguió: —Una hora después de salir papá a la calle, recibimos una llamada. Era un policía municipal. Nos dijo que una señora paseaba por la calle con un niño y se acercó a él porque se había caído. De inmediato, llamó a la ambulancia y a la policía. Habían pasado sólo unos minutos cuando se presentaron allí, pero nada pudieron hacer para salvarle la vida. Sufrió un infarto masivo. Dentro de una hora podremos ir al pequeño tanatorio que hay en la iglesia de San Matías.

La vida me daba un vuelco de nuevo. ‘Ahora será más fácil. Él me estará esperando’.

Doctora en Derecho. Licenciada en Periodismo.

Diplomada en Criminología y Empresariales.

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