Cuando estoy desvelado escucho, a las siete de la mañana (hora canaria) la misa que la Trece ofrece, oficiada por el papa Francisco desde la capilla de su residencia de Santa Marta. Y reconozco que, a lo mejor por la somnolencia que desata la hora, o quizá porque me está sobreviniendo alguna enfermedad mental, no entiendo sus sermones. El otro día le escuché uno sobre la confesión e inmediatamente me volví luterano. Comprendí a Lutero, dadas las tonterías que salían de la boca del pontífice católico. Y hace un par de jornadas habló de la paz, de la paz de Dios y de la paz buscada (la de los hombres) y lejos de conmoverme, me aturdió. Estuve todo el día dándole la vuelta a la perorata inocua del papa Francisco, que me parece un mal orador y que se ha hecho más místico que Santa Teresa. Yo creo que en estos tiempos lo que el público quiere escuchar son mensajes de aliento, menos sublimaciones de lo divino. El papa Francisco, para la izquierdona, pasa por ser un tío cojonudo; y para la derechona, un comunista. Ni una cosa, ni la otra. Para mí es un intelectual mediocre, un tipo malhumorado y de gesto cada vez más adusto (recuérdese el trato a una mujer imprudente que lo agarró de la manga en un acto multitudinario) y un papa de transición. La multitud vasioleta lo quiere, y lo entiendo, porque en un avión dijo que él no era nadie para juzgar a los homosexuales, lo cual me parece muy bien; y ha tenido gestos –muy frenados por la curia y el stablishment vaticano– con los divorciados, los excomulgados por gilipolladas y toda la legión de despreciados por la propia Iglesia, sencillamente por ser libres. Pero últimamente noto que el papa hace discursos con poco contenido y poco inteligibles. Sin renunciar a su magisterio, que para los católicos es la leche, y sin repetir las tonterías que la mayoría de los curas suelta en los púlpitos en cada misa, Francisco debería aterrizar, y más en estos tiempos donde la gente lo que necesita es consuelo y no complicadas diatribas filosóficas que no entiende ni sor Lucía. Yo tampoco entendí nunca a sor Lucía ni a sus anuncios apocalípticos, sus secretos no revelados y sus cuentos. Claro, que yo paso de Fátima a Lourdes para decir lo que me contó Cubillo una vez: la Virgen de Lourdes no existió, sino que era una señora que se paseaba con un bolso por una loma, cada día, y que el reflejo del sol le daba un aire sobrenatural ante otros pastores –siempre son pastores–, receptores del “milagro”. En La Gomera había un tío al que llamaban Alfonso Polla –y lo recojo en un libro de cuentos– al que la Virgen se le aparecía casi a diario “bien vestida y con un bolso”. Yo no digo que el papa Francisco hable de Alfonso Polla, ni de la fin del mundo de sor Lucía, pero, hombre, acércate un poco a la gente común y, con coherencia, explícale lo que la Iglesia puede hacer por ella. Como por ejemplo, repartir el dinero de la entrada a la Capilla Sixtina, millones de euros en los veranos de alta cosecha, entre los que no tienen para comer.