jueves, noviembre 6, 2025
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Llamada de socorro

Estaban todas en el convento. En media hora cenarían en comunidad, formada ahora por siete monjas. Unos minutos antes de sentarse a la mesa sonó el teléfono: —Ya voy yo, dijo la hermana Paz. —Convento de las hermanas Concepcionistas, ¿en qué puedo servirle?, dijo al levantar el auricular. —Hola. Me llamo Luisa, tengo diecisiete años, estoy embarazada de siete meses y mi novio me acaba de dar una paliza. Estoy sangrando. Por favor, ayúdeme, dijo enormemente alterada.

—Sí, claro. Dame tu dirección y me reúno contigo tan pronto como sea posible. Intenta mantener la calma, contestó. —Estoy en la calle Salvador de Madariaga número seis, continuó llorosa. —En diez o quince minutos estoy allí. Tranquila que voy a ayudarte, añadió antes de colgar. Se despidió de sus compañeras, excusándose por la ineludible y grave llamada recibida. —Una chica joven y angustiada me necesita. Volveré pronto. Id cenando. Yo lo haré después. Rezad por Luisa, pobrecita, es una niña, añadió, y salió apresurada a su encuentro.

Cuando llegó a la calle vio a tres jovencitas en la acera. Se fijó para ver si alguna de ellas era Luisa. No parecía. Ninguna estaba embarazada aparentemente. Al pasar por delante una de ellas le preguntó: —¿Tienes hora? —Son las diez menos cuarto, respondió tras ver su reloj. Volvió a mirarlas. La voz le resultaba familiar. De pronto, una de ellas sacó de una bolsa un enorme cuchillo y le dio una puñalada rozándole el pecho. Después, le atravesó el brazo. Su mirada estaba llena de odio y embistió de nuevo, en esta ocasión a la altura de la cintura. Gritó de dolor. Su atacante, riéndose, volvió a clavar el cuchillo en su muslo. La quinta arremetida se dirigió contra el mismo muslo. A pesar de los intentos para defenderse y para huir no conseguía zafarse de ella. Vio de pronto cómo miraban las otras dos. Y le asestó otra que sería la última.

Estaba en el suelo. Ya no podía incorporarse. Estaba confundida. Una de ellas la había llamado. ¿Era para esto?, se preguntaba, e intentó saber si las había visto alguna vez. Definitivamente, no recordaba haberlas visto antes. Entonces, su atacante dijo con tono triunfal: —Yo, ya le he dado las seis. Ahora te toca a ti María. Cuando oyó el nombre de María, recordó a María, la virgen. —Ayúdame, le pidió. A ella también la habían traspasado con un puñal. La que cogió el cuchillo ahora parecía una niña. —¿Qué haces niña?, pensó la monja que no conseguía levantarse. Antes de terminar su pensamiento, la atacó con crueldad. Supuso que aquella cría tenía que demostrar a las otras dos su determinación para lo que iba a hacer. De nuevo, la cintura, el otro brazo, la pierna, vuelta otra vez con la pierna, el glúteo derecho y la pantorrilla. Seis. Fueron seis y así lo anunció a sus compañeras del ataque que estaban infligiendo. ¿Por qué la habían llamado a ella? ¿Qué sabían de su vida? ¿Quién y por qué quería hacerle daño?, se preguntaba la monja.

Y, María le entregó el cuchillo ensangrentado a la tercera y le espetó: —Es tu turno. Yo también he cumplido con seis puñaladas. Dolorida y asustada, la hermana Paz se encogía tratando de protegerse. La sangre brotaba sin tregua y el dolor era tan intenso que pensó que era el final.

Había sido muy feliz. Había tenido una vida plena. Fue la tercera de cinco hermanos. Su familia era humilde, pero sus padres y sus hermanos fueron muy felices. Desde pequeña siempre dijo que sería monja. Sus padres reían y le decían que era pronto para decidir tales cosas; que cambiaría sus deseos.

Los años no modificaron su profunda convicción, y con veintidós años comunicó su firme decisión: sería monja. Desde sus últimos votos, cumplidos los veintiséis años, procuró ayudar a los excluidos de la sociedad, a los desdichados y desamparados. Había sido una monja feliz haciendo lo que deseaba. Sus padres se aliviaron cuando su hija decidió no ir a misiones. Ya habían aceptado su sacrificio al prometer sus votos religiosos. No debía poner su vida en peligro por salvar a los demás, o anunciar su fe. Y, ahora, viéndose en esa situación se dijo: —Creo que me reuniré con vosotros muy pronto, antes de lo que pensaba. Qué verdad es que no conocemos nuestro destino. Vivimos en este mundo sólo unos años. Estamos de paso.

A pesar de la mucha sangre que perdía sentía un intenso dolor en todo su cuerpo. —Yo pensaba que la hemorragia disminuiría mi dolor, razonaba. La siguiente puñalada interrumpió sus acelerados pensamientos y volvió a la realidad. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Oyó como gritó su agresora: —Lo conseguimos. Yo también le he dado seis.

Ahora, sí se mareaba. Le costaba respirar. Creía estar tragando su propia sangre. Siempre fue una mujer afable; luchadora hasta la extenuación. Había acogido el nombre de Paz en sus votos porque amaba el entendimiento entre las personas, la armonía y la concordia.

Con el cuchillo en la mano, se volvió hacia las otras dos y les preguntó: —¿Creéis que está muerta? Una de ellas se acercó y vio que seguía con vida. Respiraba y se retorcía de dolor. Siempre había intentado vivir la vida conforme a la voluntad de Dios. Nunca pensó que sería mártir, pero unas niñas demandaban su inmolación para la conversión de sus almas. Con su pensamiento debilitado ante la ausencia de fuerza física sacó de su propia fe una inconmensurable fortaleza de espíritu, y ofreció su vida por ellas.

Lo echaron a suerte y le tocó a la última. Ella tendría que rematarla. Entonces se dirigió a la monja, le dio una patada en su tronco y la puso hacia arriba, se dirigió a su pecho y volvió a apuñalarla.

Al comprobar que había muerto, guardó el cuchillo en la bolsa y las tres salieron corriendo.

Diez minutos después, una pareja que pasaba por la calle se tropezó con el cadáver rodeado de un gran charco de sangre. En unos minutos, la policía y una ambulancia se presentaron allí. Al comprobar que la mujer estaba muerta lo notificaron al juzgado de guardia para proceder al levantamiento del cadáver.

La policía detuvo a las presuntas autoras de los hechos. Resultaron ser Julia, de dieciocho años; Beatriz, de diecinueve y su hermana María, de quince años.

Pertenecían a una secta satánica, y tenían que matar a una monja asestándole seis puñaladas cada una (666), escalando así posiciones dentro del clan.

Tras el juicio, Julia y Beatriz fueron a la cárcel, mientras que María fue enviada a un centro de menores. El destino quiso que el sacerdote que auxiliaba espiritualmente a la comunidad que dirigía el centro de rehabilitación de menores fuese un gran amigo de la hermana Paz.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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