En la aldea Segú de Malí nos llaman las mujeres del Dios blanco.
Somos una pequeña comunidad formada por cinco mujeres de distintos países: una brasileña, dos italianas y dos argentinas. Pertenecemos a las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada.
A los cuatro años de llegar a Malí, en donde tenemos un pequeño consultorio médico y un colegio, estalló la guerra. Entonces, sometimos a votación qué camino tomar. Acordamos tras una pausada y meditada reflexión quedarnos. Sopesamos los variados peligros a los que nos arriesgábamos. Concluimos que nuestra misión dependía de la voluntad de nuestro Dios. Él nos protege, y así lo creemos.
Diez años habían transcurrido desde el inicio de la guerra. En este tiempo nos ganamos el cariño y respeto de nuestra gente, especialmente de las mujeres. Los hombres nos miraban con más recelo.
Una mañana la aldea fue asaltada por una milicia yihadista. Robaron y quemaron algunas casas y violaron a las mujeres que encontraron en ellas. Al entrar en nuestro colegio cogieron a la hermana Margherita, la más joven de nuestra congregación. Me interpuse ante ellos: —Llevadme a mí en su lugar. Siempre os darán más por la superiora, increpé al jefe de los terroristas. Tras una discusión violenta accedieron, aunque antes violaron a nuestra querida hermana. Margherita me despidió con lágrimas en los ojos. Quedó abrazada y acurrucada entre las otras religiosas con el espanto reflejado en su inocente rostro. Su última mirada se dirigió a mí. Al marchar les expresaría a las hermanas su infinito agradecimiento porque hubiese ocupado su lugar. El pánico y el horror sufrido permanecerían en su rostro durante muchos meses.
Me subieron a uno de los coches a empujones. En el viaje, con destino desconocido para mí, me violaron repetidamente. A la poca consideración de aquellos hombres por las mujeres se añadía el color blanco de mi piel y, sobre todo, mi religión. Las increpaciones, insultos y burlas a mis creencias eran continuas. Agresivas y ofensivas. Irrespetuosas y groseras.
Cuando parábamos me retiraba mentalmente. Me refugiaba en un altar imaginario. Allí rezaba a mi Dios. Me entregaba a su voluntad y me rendía a sus tortuosos caminos.
No hubo un día en el que aquella actuación pasara por alto para mis secuestradores. Me insultaban, pegaban y agredían de todas las formas imaginables. Mi cuerpo estaba lacerado. Cortes, magulladuras, heridas, quemaduras, fracturas, hematomas…
En los encuentros con otros yihadistas me exhibían. Un trofeo valioso, pisoteado y torturado que se cedían mediante la venta de mi persona de unos a otros. Cada traslado significaba avivar, excitar e incitar el deseo de otros secuestradores. Mi cuerpo constituía la novedad de unos seres ávidos y ansiosos de emociones nuevas. Un apetito insaciable de abusos, iniquidades y atropellos en sus distintas manifestaciones. Las primeras semanas eran insoportables. Después saciados sus apetitos y deseos de terror y violencia extrema, su fanatismo se reducía.
Yo, seguía refugiándome en mi oración. Era lo único que me mantenía. Lo único que me proporcionaba las fuerzas necesarias para resistir. Mi determinación no disminuyó: tenía que volver con las mías. Debía volver a mi pequeña congregación.
Mis fugas se acumulaban. Fracasaban, pero los intentos se repetían. Nada tenía que perder. El paso de las estaciones me permitía hacerme una idea del largo lapso vivido fuera de la compañía de mis monjas. Las caras de mis carceleros cambiaban una y otra vez, pero su maltrato, agravios y mortificaciones permanecían.
Tras cinco años abusada y expulsada de un grupo a otro conseguí que uno de sus jefes me liberara por dinero. Una vez rescatada me trasladaron al obispado de Malí, en donde me recibió el obispo. Solo tenía un deseo, mi traslado urgente a mi comunidad. Fui complacida, y una semana después, tras una revisión médica y psicológica, mis queridas hermanas me daban la bienvenida.
Nos abrazamos y lloramos, por fin, de alegría. Volvíamos a reunirnos. Volvíamos a ser una comunidad con todos sus miembros. La hermana Margherita nunca me dejó sola desde entonces. Se convirtió en mi dulce sombra.
Con el tiempo les conté cómo el altar improvisado del día constituyó mi refugio. Me protegió y resguardó de la locura, la enajenación y de la desesperación en la travesía más cruel y oscura de mi existencia. Volvía a ser libre para cumplir mi misión. Desempeñar mi vocación, la de ayudar a superar con la mejor de las sonrisas las enormes dificultades de mis vecinos de la aldea Segú.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
