No tuvo valor para decírmelo a la cara. Me envío un WhatsApp dejándome. Volví a casa dando patadas a todo lo que encontraba a mi paso. ¡Menudo cerdo! Un amigo común me contó que se había liado con una del instituto. ¡Cobarde!
Solo quería berrear encerrada en mi habitación. Al llegar a casa mis padres estaban gritándose. Competían para ver quién insultaba más. Aullé más que ellos para que me oyeran. —Me voy a mi habitación. Mi madre me preguntó, pero no me escuchó. Seguían a lo suyo. Al final oí un tremendo portazo.
Me daba igual. Nada me importaba. Bastante tenía con lo mío.
Por la mañana uno del instituto me pasó el teléfono de un conocido para proponerme un trato. Me escribió y quedamos en una cafetería. Era un tipo de aspecto raro. Habló poco: —Te pagamos un viaje durante diez días en el hotel más lujoso de Kampong Jerudong, en Borneo, el The Empire Brunei. Estarás en la playa rodeada de una selva tropical. A la vuelta traerás una bolsa que te llevarán el último día y la meterás en tu maleta. Disfrutas, te tratas con millonarios y te diviertes. Volverás nueva. —Ya, pero ¿qué hay en la bolsa? —No es un osito de peluche, pero no te preocupes. Te protegerán porque el que quiere la bolsa no quiere que la pierdas y, menos aún, que te la quiten. Tienes diez horas para contestar. Saldrías mañana.
Me fui a casa y mi madre me dijo enfadada: —Tu padre se ha largado. —Me voy a mi cuarto, le contesté. Yo también me voy a largar, pensaba. No pinto nada aquí. Inmediatamente cogí el teléfono: “Vale, acepto. Dime qué tengo que hacer”, le escribí. La contestación me llegó en menos de diez segundos. Más adelante pensaría que lo tenía todo planificado: “¿Tienes pasaporte? Como supongo que no, hazte unas fotos a las ocho de la mañana. Dame tu dirección y mañana a las nueve te recogerá un taxi. Irás a la policía en la calle Sierra Carbonera 35, y preguntas por Bibiana que te lo hará en el acto. El taxista te llevará a continuación al aeropuerto y te dará un sobre en el que están los billetes de avión y dinero para tus gastos. El hotel está pagado. Puedes tomar lo que quieras porque está todo incluido. Me escribes si necesitas algo. Buen viaje”.
En Barajas cogí el avión. No me podía creer lo que me estaba sucediendo. Iba en primera clase. Mi primer vuelo y en primera. La azafata no dejó de ofrecerme comida y copas. Parecía una reina. Las casi veinte horas del vuelo los pasé muy entretenida viendo películas y series. Al bajar del avión vi mi nombre escrito en una cartulina. El hombre que lo sujetaba me llevó hasta el hotel.
Los diez días fueron de ensueño. ¡Cómo disfruté! Piscinas interiores y exteriores. Salones dorados, comedores fastuosos. Un lujo asiático. Mi habitación era un salón de baile. Solo me inquietaba la bolsa. Cada día un poco más. El último día recibí un mensaje: “A las cinco de la tarde irán a tu habitación”. Una mujer pequeña me entregó la bolsa sin mediar palabra. Le pregunté algo, pero no me entendió. El móvil volvió a sonar con otro mensaje: “¿Entregado?” Me armé de valor y le contesté: “Perdona, pero al final no quiero llevarlo. Te pagaré el viaje. Ya no quiero hacerlo. No voy a llevarla”.
Pedí una copa y unas almendras al servicio de habitaciones y me eché a dormir en la cama XXL. Unos golpes en la puerta me despertaron. Al abrir, entró la policía. No entendí lo que decían, pero cogieron la bolsa y me esposaron.
Pasé del gusto y la ostentación fastuosa y deslumbrante a una celda oscura, húmeda y sucia con una tabla que hacía de cama. Una mazmorra propia de la Edad Media. No entendía el idioma y apenas nos daban de comer. Nos servían el agua en un sucio vaso de plástico.
Me juzgaron enseguida con un mal abogado y ante un tribunal que no sabía lo que decía. Y, en medio de mi desesperación por mi falta de defensa, llegó la sentencia. Una decisión demoledora. Catastrófica. Me condenaron a pena de muerte. Imploré al tribunal y llorando gritaba: —No quería hacerlo. Lo escribí en el móvil. No quería llevar la bolsa. Me arrepentí. Perdónenme.
Lo repetí mil veces, pero nadie me escuchó. Ni siquiera entendían mi idioma.
Estaba encerrada como un animal despreciable. Cada quince días tenía una llamada de un minuto. Esperaba ese minuto de gloria. Tenía que hablar muy deprisa. Lloraba y le pedía a mi madre un abogado. Tenían que sacarme del zulo. Me había equivocado, pero estaba arrepentida.
Pasaba el día y los días pensando. Era lo único que podía hacer. Me habían tendido una trampa. Un engaño. Se aprovecharon de mi vulnerabilidad. Fui tonta. Una idiota. Ahora solo necesitaba ayuda. Querían matarme, pero yo me quería morir antes. Recordaba mi vida. Mis padres, mi familia, mis amigos, mi instituto. Con cuánta lejanía recordaba al cerdo de mi novio. Qué insignificante me parecía todo. La discusión constante de mis padres. Mi falta de dinero. Todo era intrascendente. Los días se repetían, pero cada vez era peor vivirlos. Y un día me rompí. A una presa a la que conocía la condujeron al patíbulo donde recibiría lo merecido. La mataron. Estaba condenada como yo, a pena de muerte. No quería ni hablar por teléfono. Me pesaban las piernas para ir. Estaba al límite.
¿Quién era ese hombre? ¿Por qué me conocía? ¿Por qué me eligió a mí?
Tenía que saber qué, cómo, por qué y quién. Era un rompecabezas que tenía que resolver. Tengo tiempo, me decía. Y de pronto, caía en la cuenta. No. Mi condena tiene otro nombre. Era la muerte lo que me esperaba.
Y entonces caía en la desesperación, la angustia y el miedo. Una vida perdida. Truncada. Rota.
Mi cuerpo entumecido, sucio y maltratado se reía ahora de las razones que me habían empujado a aceptar el maldito viaje. Un viaje hacia la perdición, un viaje al abismo.
A pesar de mis intentos primeros de no perder la noción del tiempo, solo sabía del largo periodo transcurrido por mi minuto telefónico.
Al oír sus voces me derrumbaba. Mi padre había vuelto a casa y los dos luchaban ahora por mi vuelta. Quería recordar sus palabras. Grabarlas en mi cerebro. Habían contratado a una abogada. Tenían esperanzas. Yo no.
En el comedor conocí a otra desgraciada. A otra tonta que, como a mí, la habían engañado con “otro paquetito”. Tenía 29 años cuando yo entré, y ella llevaba ya cinco años. El procedimiento para embaucarla fue el mismo. También coincidíamos en que estábamos desesperadas. Su novio la había dejado y su familia era un desastre. Helen fue mi salvación. Me permitió no rendirme. Aprendí inglés. Ya tenía algo en qué pensar. Tenía alguien con quien hablar. Una persona con la que desahogarme del punzante peso que nos aplastaba y comprimía.
Un día Helen me habló de “cane”, —¿Cana?, le respondí. Mi pelo negro blanqueaba. Me habían salido canas. Tenía veinticinco años. Llevaba siete años encerrada, siete años esperando a que ejecutasen la sentencia.
Y un día la masificada, hedionda y mugrienta cárcel amaneció diferente. Nuestros carceleros cuchicheaban nerviosos. Helen entendía el malayo mejor que yo y le preguntó a uno de ellos. Él le dijo contento y satisfecho: —Es la celebración de los 50 años en el trono de nuestro sultán. Los fastos y las celebraciones han empezado y durarán un mes. En unas horas, nuestro sultán inicia un paseo por las calles en su carroza tirado por cincuenta cortesanos. Se murmura que habrá alguna noticia en favor de los condenados. Las casi 900 reclusas internadas nos convertimos en el eco de sus comidillas. Los diez días siguientes fueron agotadores por las muchas ilusiones depositadas, aunque resultaron estériles. No hubo noticias. —No pasará nada. Moriremos aquí, le dije a Helen. —Yo, primero. Mi condena a muerte es anterior a la tuya, me contestó. —No digas eso. No aguantaría media hora sabiendo que no estás.
Tras nuestra breve conversación volvimos cada una a nuestras maltrechas y constreñidas jaulas. La noche fue más dura. Volvíamos a morder el polvo en la repugnante e incómoda tabla en la que dormíamos.
Amanecimos y llegó la bomba. Una nota llegó de palacio. A Helen y a mí nos indultaron. En una semana nos soltaban y seríamos repatriadas.
Helen, inglesa, 36 años y presa durante más de doce años, y Alba, española, 26 años y presa durante más de 7 años, engañadas en un instante de vulnerabilidad pagamos un precio muy caro por nuestro error, pero salíamos indultadas del infierno.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales