Nació con tres kilos y medio. Un fruto esperado y deseado. Amigos y familiares nos felicitaron compartiendo nuestra profunda alegría. Venía a ser la compañera de fatigas de su hermano David de cuatro años. Estaba feliz con Nora.
Era una niña despierta. Y nosotros volvíamos a revivir las experiencias de años atrás. No dejó de sorprendernos, emocionarnos e ilusionarnos cada cosa que hacía o aprendía.
Y Nora crecía. Empezó a gatear a los siete meses. Cuando la paseábamos por la calle sentada en su silla miraba, observaba y descubría el mundo. Su atención era permanente. Todo le gustaba o llamaba su atención. Pronunció sus primeras palabras a los once meses. —¡Qué sensación tan maravillosa oír la voz de tu hija! Las palabras “papá” y “mamá” alcanzan un valor sin igual.
Transitábamos por terreno conocido. Adivinábamos y discutíamos las diferencias entre lo que había sido David y lo que era Nora. Diferencias entre un niño y una niña y su evolución infantil.
Y un día, después de cumplir dos años Nora dejó de decir la mayoría de las cosas que había aprendido. David dio la primera señal de alarma: —Papá, Nora no me mira ni me hace caso. —
Estará cansada o querrá otra cosa. No te preocupes. La involución había comenzado. Preocupadísimos, consultamos a nuestra pediatra y anotamos todos los cambios. En realidad, los retrocesos que se producían sin pausa ante nuestro desconcierto y angustia.
Empezaba así nuestro particular vía crucis. Traumatólogos, otorrinos, neumólogos, neurólogos… A los doce meses de los primeros síntomas le practicaron una prueba genética. Supimos entonces que padecía la enfermedad de Rett, una dolencia que afecta solo a las niñas.
Nora perdió el habla. Después, sus movimientos y el equilibrio. Padecía problemas respiratorios y tenía un movimiento compulsivo de llevar su dedo índice a la boca, lo que le provocaba llagas en sus labios.
Esa enfermedad rara, tan conocida, tan real y presente en nuestras vidas no tenía cura.
El trabajo denodado de los investigadores nos hizo un regalo inesperado. A través de un programa especial sus ojos pudieron, tras un largo entrenamiento, comunicarse con nosotros.
Y nos llevamos una enorme sorpresa. Una impresión monumental. Un día, nuestra frágil, delicada y queridísima hija nos dijo: —Odio las natillas de chocolate. La abrazamos y nos echamos a llorar hasta desembocar en una risa nerviosa. ¡Habíamos creído durante casi mil días que le encantaban!
La tableta nos abrió a un mundo diferente: su mundo. Nos adentrarnos en sus recónditos vericuetos y nos comunicamos con ella. Comprendimos más a nuestra hija. Podíamos quererla más. Hacerle la vida más agradable. Entenderla y obsequiarla. Contemplarla y mimarla. Darle todas cuantas caricias, abrazos y besos podíamos. Supimos cuándo y cómo le gustaba que jugáramos y la forma de entretenernos.
Este difícil camino ha sido una oportunidad única para nuestro hijo David, quién con su actitud y tan pocos años nos ha dado la más importante lección de vida a su madre y a mí. La vio como una igual y cambió incluso más deprisa que nosotros. Su inmenso corazón se ha desbordado al enternecerse con su hermana a la que adora, una niña desvalida y completamente dependiente.
Su sensibilidad ante las necesidades de otros no deja de sorprendernos de forma constante. Se ha convertido en un asidero de Nora y en un apoyo inimaginable para nosotros.
Nuestro empeño diario es luchar por hacer visible uno de los miles de enfermedades raras que hay entre nosotros, pero, sobre todo, luchar por ver sonreír a nuestra hija, por hacerle la vida más agradable. Conseguir que sea feliz.
En estos años hemos sufrido miedo e incertidumbre ante lo desconocido; experimentamos alivio y consuelo al conocer a nuestro enemigo e inmediatamente después nos desmoronamos y nos abatimos ante la gravedad de la enfermedad, pero, por fin, entendimos el desafío. Teníamos que luchar por lo que más queríamos.
Nunca habíamos aprendido tanto, y también ha sido una cura de humildad.
Hemos reconocido a quienes les importábamos, hemos abrazado a los que han permanecido a nuestro lado, aquellos que han unido el palpitar de su corazón al nuestro. Hemos agradecido el rasgar del alma al unísono de las nuestras, rotas ante un dolor insoportable. Hemos sentido la falta de entendimiento, la desazón al no comprender lo que le ocurría a Nora. Hoy sabemos quiénes nos quieren realmente. Somos mucho más libres de lo que éramos antes del nacimiento de nuestra querida hija Nora. Es gratificante porque los que han quedado a nuestro lado son amigos, nada más y nada menos que eso, amigos.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales