jueves, diciembre 18, 2025
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Este señor del que me habla

Hay expresiones que definen una época, como “No comment”, “Está controlado” o “Se hará una investigación interna”. Pero ninguna resume tan bien la política contemporánea como la legendaria frase: Este señor del que me habla. Un monumento a la desmemoria selectiva, a la amnesia estratégica, al arte de mirar al techo mientras la ética sale por la puerta de emergencia.

Porque, curiosamente, “este señor” siempre aparece en el mismo tipo de situaciones,  cuando un político del propio partido es imputado, investigado, procesado, señalado o simplemente que lo trancan con las manos en la cacharra del gofio institucional. Entonces, de pronto, se activa el protocolo universal: Carraspeo, Media sonrisa diplomática, “No tengo el gusto de conocerle” o, en su versión más poética, “Este señor del que me habla.

Y claro, cualquiera pensaría que la política está llena de desconocidos; compañeros de lista que nunca han visto, asesores que aparecieron por generación espontánea, alcaldes cuyo nombre nadie recuerda, tesoreros que gestionaban millones pero, al parecer, trabajaban desde San Borondón. Parece que, para nuestros representantes, sus propios colegas son como Charlie, el de los Ángeles de Charlie; hubo un día en que lo vieron, pero ya no sabrían identificarlo.

El fenómeno es transversal. Cuando el acusado es del partido contrario, todos lo conocen. No solo eso, se afirma que eran íntimos, desayunaban juntos y seguramente conspiraban para romper la democracia desde el patio del colegio. Pero si es de los suyos, ahí se vuelve un misterio antropológico. Si un periodista insiste, aún se perfecciona más el teatro:
“¿Pero no era usted quien inauguró con él tres rotondas el mes pasado?”
“No, no, yo solo pasaba por allí. Me pilló la foto de casualidad. Este señor es como el pequeño Nicolás.”

A este ritmo, algún día veremos ruedas de prensa en las que los políticos comiencen diciendo: “Antes de nada, si mencionan ustedes a alguien de mi partido, me declaro preventivamente incapaz de reconocerlo”. Sería sinceridad pura.

La ironía es que todos estos “señores del que me habla” suelen haber compartido años de militancia, reuniones, campañas, actos, cenas… Algunos incluso han viajado juntos, otros han redactado discursos codo con codo. Pero basta una imputación para que quede demostrado que, efectivamente, la lealtad política dura lo mismo que un titular incómodo.

El resultado es un paisaje surrealista líderes de partidos asegurando que están rodeados de completos desconocidos. Esto explicaría muchas cosas, desde luego. Quizá por eso algunas decisiones parecen improvisadas, es difícil planificar un país cuando ni siquiera sabes quién se ha sentado a tu lado en el Consejo de Ministros.

Mientras tanto, la ciudadanía observa cómo, una y otra vez, la frase se repite. Y aunque ya todos sabemos lo que significa —“es de mi partido y está en líos, mejor hago como que no existe”—, ellos insisten en pronunciarla con solemnidad, como si fuera la primera vez que la oímos.

Quizá algún día se estudie en las facultades de Ciencias Políticas como un hito lingüístico la construcción verbal que permite negar cualquier relación sin necesidad de mentir explícitamente. Un invento tan útil como la grapadora o el corrector de ojeras.

Hasta entonces, seguiremos escuchándola, perfecta, impoluta, reciclable para cualquier caso:
“Este señor del que me habla.”
La expresión más sincera de una política que, cuando toca asumir responsabilidades, de repente no recuerda absolutamente a “nadie”. –Confucio.

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