La primavera se ha presentado de improviso, vestida con los colores de frutos y flores y adornada de pequeñas nubes blancas suspendidas de un cielo azul intenso hasta el horizonte más lejano. Sin embargo, más allá de ese horizonte de esperanza, el cielo no resulta ya tan azul, teñido por las guerras de un color gris mortecino, ni tampoco las nubes son tan blancas, sucias de hollín desprendido, ni los frutos cuelgan como antes de los árboles, ni las flores adornan ahora las praderas holladas por la artillería y la caballería mecánica.
Mientras, en este otro mundo, los aranceles impuestos por Trump provocan otra guerra distinta, una guerra comercial que nos atañe en menor medida, pero que, sin embargo, obliga a que tengamos que renunciar a determinados productos de primera necesidad sin que el ruido de la metralla ni los gases paralizantes hagan mella en aquellas poblaciones donde la paz tampoco es absoluta por culpa del alza de los precios.
En mi modesta opinión, China, de forma contundente, le ha hecho frente al hombre más hortera del mundo a pesar, también, de ser uno de los más ricos. En tal sentido podría afirmarse que el dinero no siempre otorga la felicidad como aseguraban nuestros abuelos en la antigüedad, pero sí provoca el desconcierto general por presumir de lo que no se tiene y caer en el delirio de la compra inútil por tratar de aparentar lo que no se es. Y si no que se lo pregunten a firmas tan importantes como Rolex o Louis Vuiton que sufren la competencia de la imitación en base precisamente a ese falto concepto que se ha instalado en el consumidor de aparentar lo que no se tiene y que le parece imprescindible si lo que pretende es llamar la atención a costa de su indispensable amor propio.
Mi lucha individual y particular en ese sentido como revancha indispensable a los aranceles impuestos por Trump, pasa por el compromiso decidido de no consumir algunos de los productos más característicos del mercado americano. Me refiero a dejar de tomar para siempre Coca Cola, no vestir jamás pantalones vaqueros (léase jeans) y, desde luego, a partir de ahora, no cubrirme la cabeza con esas ridículas gorritas de beisbol con visera. Ni que decir tiene que si pudiera permitírmelo y de hecho puedo (porque no tengo el dinero necesario), no adquiriría tampoco una espectacular motocicleta como la Harley Davidson y, mucho menos, un vehículo marca Tesla; no tanto ya por su precio sino por evitar que me explosione en la cara.
Zoilolobo@gmail.com
Licenciado en Historia del Arte y Bellas Artes
