viernes, octubre 10, 2025

Venganza

Teníamos una vida plácida hasta que una tarde nos precipitaron al infierno.

Nuestra hija de catorce años había quedado con sus amigas. Al entrar en la casa de una de ellas fue interceptada por un vecino que le impidió llegar a su destino.

La metió en su piso a la fuerza y la amordazó. Después, la violó despiadadamente. Hasta tres veces antes de que, ante un descuido, consiguiera salir corriendo y huir de aquel lugar. Corriendo como una enajenada llegó hasta nuestra casa.

Solo logramos oír palabras inconexas. Lloraba y gritaba. Su madre supo de inmediato lo que había pasado. No quería que la trasladáramos al hospital. Atemorizados, no queríamos forzarla a nada. No nos atrevíamos a abrazarla. Nos daba miedo acariciarla y cómo lo deseábamos. No queríamos añadir más desasosiego a su inmenso dolor, más impotencia a su rabia, ni más desaliento a su cólera. Mi mujer llamó a una ambulancia y una psicóloga estuvo con ella en su habitación. Después se dirigieron al hospital y nosotros les seguimos en nuestro coche.

En el mismo hospital varias policías, en presencia de la psicóloga y la abogada que contratamos, le tomaron declaración de lo sucedido.

Desde ese día, readaptamos nuestras vidas. Nuestras maltrechas, doloridas y descorazonadas vidas.

Ya nada sería igual.

Psiquiatras y psicólogos fueron, desde ese día, nuestra familia y amigos más cercanos.

Lo más duro llegó unos pocos meses después. Con el juicio revivimos el horror. Multiplicamos los dolores, las angustias y las rabias.

La sentencia nos dio el último golpe. Fue devastadora. Una condena de 7 años. ¡Solo 7 años!, y habíamos solicitado 12 como acusación popular. Y, en solo 5 años y 3 meses sufrimos un nuevo mazazo. Uno más. A ese ser repugnante le concedieron la libertad condicional. La benevolencia de las penas nos hundía y descorazonaba.

Nuestra hija cayó otra vez. Volvió al abismo. La pesadilla era peor que las anteriores. Caíamos sin freno.

Hablé con mi mujer: —Tenemos que hacer algo. No podemos permitir que acabe con nuestra vida. —Pues piensa, me dijo llorando. Yo te ayudaré en todo.

—No puedo pensar. Mejor dicho, solo pienso barbaridades, contesté. Teníamos que acabar con él. —¿Cómo?, me preguntó asustada. —Todavía no lo sé.

Y lo que empezó siendo un mal pensamiento lo convertimos en una realidad.

Empezamos a seguirle. Circulaba en moto y volvía a casa siempre a la misma hora, tarde, cuando ya había anochecido y las calles estaban vacías. Conocíamos todos sus movimientos.

Teníamos un plan.

Una noche lluviosa y fría acechábamos nerviosos dentro del coche. Me bajé unos minutos antes de su previsible llegada. Temblaba. Estaba nerviosísimo. Me escondí detrás de un árbol. Al verle de lejos hice la llamada a mi mujer. Debía actuar.

De inmediato, ella salió hacia la calle y se atravesó en el carril por el que circulaba impidiéndole el paso.

Tenía que actuar. Tras un instante de duda, recordé lo que le había hecho a mi hija, y la rabia y la adrenalina hicieron el resto. Me dirigí hacia él, saqué de mi cazadora la barra de hierro que llevaba conmigo y le golpeé una y otra vez en la cabeza. Solo cuando mi mujer me gritó “Vámonos” volví de ese trance de violencia y odio en el que había sucumbido, me subí al coche y desaparecimos de la escena.

Desde el principio sabíamos que debíamos tener una coartada, así que mi mujer había comprado entradas para ir al cine unos minutos después.

—¿Cómo vamos a ir ahora?, se quejaba. —Debemos hacerlo por nuestra hija. No podemos hacerle más daño, se lo debemos. Mientras conducía miré mis manos. Eran las mías. Pero, me sentí extraño. Por primera vez mis manos no habían acariciado ni ayudado. ¿Qué habíamos hecho?

Tras aparcar, entramos en la sala del cine. Estaba vacía. Contamos cinco personas. Paseamos varias veces antes de elegir asiento. Nos habían visto.

De vuelta a casa entré nervioso en nuestro dormitorio, volqué tres botellas de lejía en el baño y metí la barra. Rápidamente volví al salón.

Nuestra hija nos preguntó: —¿Os gustó la película? —No había nadie, pero era una buena película, contestó mi mujer visiblemente intranquila.

Cenamos como siempre, pero esa noche nuestra hija nos dio una sorpresa. Había decidido retomar sus estudios. —Estudiaré criminología y opositaré al cuerpo de policía. Quiero perseguir y detener a todos los delincuentes. —Muy bien, hija. Lo que hagas será lo mejor para todos, dijo mi mujer entre llantos.

—Mamá, no llores. —Me emocionas, estoy contenta por ti. No dejarás a uno sin castigo.

—Muy bien, vete a la cama que estás muy cansada, le dije a mi mujer. Mañana celebraremos contigo esta estupenda decisión. Siempre te apoyaremos.

Al meterme en nuestra habitación abracé a mi mujer que lloraba angustiada. Nada podía consolarla: —Creo que le hemos matado, no se movía. Tengo miedo. Ahora dudo si hemos hecho lo que debíamos. —No dudes, mujer. Y no pienses más, le dije mientras le daba una pastilla.

Salí cuando ambas dormían. No podían oírme. Saqué la barra del baño y la sequé. La arrojaría en un descampado. Con los guantes de plástico de la cocina la metí en el coche tras secarla. Puse unos periódicos en el maletero y sobre ellos la coloqué. A unos 60 kilómetros la lancé en un prado. Cuando volvía a casa tiré los papeles de periódico en el contenedor de papel con los guantes puestos. No había huellas.

Me metí en la cama y abracé a mi mujer. Al alba me levanté a tomar un café. Una ducha y me iría a la oficina como siempre. El coche solo había sufrido un ligero roce en el lado derecho, y al salir del garaje volví a rozarlo suave y ligeramente contra una de las columnas del garaje dejando la pintura en el pilar. No era la primera vez. ¡Estábamos salvados!

Al día siguiente, los sucesos de toda la prensa hablaban de la muerte del motorista. Fueron las televisiones las que destaparon quién era y sus conocidos antecedentes penales.

La policía nos visitó. —Habíamos estado en el cine y compramos palomitas. Había poca gente, pero certificarían nuestra asistencia. Les presentamos a nuestra hija: —Será policía como ustedes.

Los días, semanas y meses que sucedieron desde entonces fueron lentos, pesados y faltos de alegría. Mientras nuestra hija se preparaba para ser criminóloga y discutíamos de crímenes, criminales y los procedimientos para encontrarlos y juzgarlos. Ensimismada y entregada a sus estudios defendía una máxima: “No existe el crimen perfecto, solo la investigación imperfecta”. Al terminar, estudió oposiciones e ingresó en la policía con un destino claro, la unidad especializada en homicidios.

Durante años nos emocionamos con su brillante carrera plagada de éxitos. Reunía una combinación extraordinaria de habilidades y cualidades personales. Tenía una intuición y una perspicacia innata. Su discernimiento, análisis de la información y la sagaz observación de los detalles cruciales y los nimios y, sobre todo, su no rendición ante los más grandes desafíos le condujo a ser la más considerada y reconocida jefa de la unidad.

—Se me ha ocurrido desempolvar cada año dos casos no resueltos, nos dijo en primicia. En la comisaría les había entusiasmado la idea.

Nosotros sabíamos que en su fuero interno perseguía, si cabe con más denuedo, al autor o autores que habían acabado con violencia con la vida del motorista, con su violador. Siempre se había preguntado quién y por qué habían acabado con su vida.

Al marcharse de casa nos abrazamos y volvimos a temblar. Una amenaza incontestable y cierta se cernía sobre nosotros: “No existe el crimen perfecto”.

Doctora en Derecho

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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