domingo, noviembre 2, 2025
InicioCULTURAUna instantánea excepcional

Una instantánea excepcional

Ochenta y dos años cumplidos cuatro meses atrás. Volvía a casa después de fotografiar unas imágenes que estoy deseando ver. Fue, como casi siempre, un encuentro casual, inopinado. Providencial. Un mendigo pedía por la calle. Nada especial en nuestra sociedad.

Al final de la calle hay un colegio, y desde allí salían en tropel los niños. Y, de pronto, una niña de rasgos extranjeros se paró. Empezó a hablar con él. No puedo reproducir sus palabras pues no las oí, pero, sí capté unas secuencias que dicen mucho. Quizá más que las palabras mismas.

Parada delante de él, se agachó y algo le susurró al oído. No tenía miedo. No desconfió, ni estaba a la defensiva. Le habló y escuchó atenta su respuesta. Volvió a decirle algo más. Y después, girándose sobre sí misma, se quitó su mochila y la abrió. Tras un rato revolviendo en su interior sacó algo envuelto en papel de plata. ¡Era un bocadillo! Después sacó un plátano y también se lo dio. Al mendigo se le iluminó la cara. Alguna lágrima asomó y recorrió sus pegajosas y sucias mejillas. La profunda emoción que sentía le turbaba por momentos. Y frente a tanta consternación, la cándida e ingenua niña derrochaba ternura y una adhesión inquebrantable hacia su nuevo y necesitado amigo.

Desde los veinte años me dedico profesionalmente a la fotografía, pero nunca había retratado tanta felicidad. El hombre estaba inmensamente agradecido. Conmovido ante la inocente niña. Antes de despedirse, la bienhechora, una niña de no más de diez años, se acercó aún más al pobre. Desoyendo los miles de normas razonables de precaución e, incluso, de salubridad se puso a su altura. Agachada a ras de suelo le dio un abrazo. Al levantarse le lanzó un beso.

He disparado con muy distintas máquinas a lo largo de mi larga vida. Tenía doce cuando mi padre me regaló una Leica M-10 R de plata cromada. Una joya que aún conservo. Lo que había sido una devoción de juventud pasó a ser una profesión, con el tiempo muy bien remunerada. Pero, en todos estos años no había presenciado de cerca, en mi propio barrio, una imagen tan tierna. Era una explosión de ternura. Una dulzura inimaginable. Una sencillez arrebatadora. La niña corrió el velo que cubría su alma y la exhibió límpida ante un pobre de solemnidad, haraposo y mugriento. Si hubiera tenido el valor de acercarme, probablemente, maloliente. Estaba en mi barrio. Lo he visto cientos de veces. A tan solo ciento cincuenta metros de mi acogedora casa.

Después de una dilatada vida profesional, y tras hacer no miles, sino cientos de miles de fotografías, experimentaba una sensación nueva. Quería llegar a mi casa con premura. Quería ver todas las instantáneas. Mi instinto me decía que quizá fueran las mejores de una larguísima y premiada trayectoria profesional. Había retratado un alma desnuda, la esencia misma de la ingenuidad, del candor y de la ternura. Una belleza sublime.

Con mis ochenta y dos años me sentía como un niño. Olvidé el peso de la vejez, de la falta de ilusión que te dejan los años. En vez de andar, casi corría por la calle. La avidez y el deseo ardiente de llegar pronto y descubrir el tesoro que guardaba mi vieja compañera de fatigas me hizo tropezar. —Una caída tonta, me dije. Intenté levantarme. Primer intento fallido. ¡Qué rabia! Con las ganas que tenía de llegar a mi casa. Escrutar esas imágenes que valían una vida. Una vida entera para conseguirlas. Era un afortunado. Sin siquiera buscarlas, habían salido a mi encuentro.

Intenté levantarme de nuevo. Sin éxito otra vez: —¿Me habré roto algo? Volví a intentarlo. Y, después otra, y otra vez. Hacía mucho frío. La niebla caía. El frío se intensificaba.

Había que intentarlo. —Por ahí viene una pareja, me dije. —Por favor, ayúdenme, grité. Pero, no se parecían a la sensible y compasiva protagonista de mis instantáneas. Ni siquiera me miraron.

Bastante tiempo después, no podría saber cuántos minutos habían transcurrido, volvió a aparecer una figura humana. Al acercarse vi que era un hombre. Le pedí ayuda: —Por favor, auxílieme. Parecía que aquella noche todos los que paseaban por las calles estaban duros de oído. Sentía un profundo temblor en mi interior. Sin embargo, me mantenía vivo pensando en las extraordinarias fotografías que me estaban esperando en mi tarjeta gráfica.

Estaba ilusionado como un niño. Seguro que pasaría alguien que pudiera ayudarme a levantar. Y, otra vez aparecieron dos zombies por la calle. Iban por la acera de enfrente, pero pensé que me verían. Les llamé. La prisa que tenían impidió que advirtieran mi presencia. Los minutos pasaban y el frío glacial entumecía mis viejos huesos. El deseo, el anhelo y la esperanza de ver las imágenes me mantenía vivo.

Otro más, ahora, un coche, cuyo conductor quizá ni me vio. Después otro y otro. No puedo creer la impasibilidad de los viandantes. Pienso en la protagonista de lo que han sido, quizá, mis últimas instantáneas. —Pequeña, ¿dónde estás? No querrías volver a salir a la calle y mirarme como miraste al mendigo. Con cuanta nitidez veo esa mirada misericordiosa. Angelical. No la encuentro ahora. ¡Lo que daría por esa mirada!

—La indiferencia de nuestros conciudadanos puede matarnos. Triste sociedad la que conformamos.

Los minutos pasaban, y, mis fuerzas desfallecían. Tenía que llegar a casa. Tenía que ver las fotografías. El gélido frío se apoderaba de mi desgastado cuerpo.

A las 6,30 de la mañana alguien se acercó al lugar en el que me caí. —Es un hombre mayor, se dijo. Parece un hombre sin vida. Tengo que llamar a emergencias.

Al llegar la ambulancia bajó un enfermero. Me reconoció de inmediato cuando todavía estaba en el suelo. —Era un famosísimo fotógrafo, asintió. —Lástima, no haya pasado alguien por delante para poder auxiliarle a tiempo. Probablemente lleve aquí horas. Las bajas temperaturas han acabado con su vida. —Estaba aferrado a su máquina de fotos. Cualquiera pensaría que se asió a ella pensando que albergaba un tesoro, sus últimas instantáneas, declaró a la policía.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

RELATED ARTICLES

Cien días después

Venganza

4 COMENTARIOS

  1. Conmovedor y realista el relato de Paloma Fisac, a la que sigo con interés en este Kiosco.
    La brevedad del texto no está reñida con la intensidad y, de hecho, la autora siempre consigue ilusionar al lector….para después emocionarlo hasta ponerle un nudo en la garganta. Cualquiera pensaría que son experiencias propias, que describe sus sentimientos reales…
    En una ocasión estuve a punto de darle aquí mismo el pésame, tomando como auténtico su relato del amor perdido. En fin, aunque su amplia formación le lleve por otros derroteros, yo le aconsejaría que siga escribiendo desde esa óptica a la par literaria y humana, para entretenernos y hacernos reflexionar, por ejemplo sobre la indiferencia y la falta de solidaridad, como hoy hace.

    • Muchísimas gracias Nieves. No tengo palabras suficientes para agradecer tus elogios, sobre todo, conociendo tu brillante trayectoria.
      Me alegraré mucho de poder seguir en contacto a través de Kiosko Insular.
      Un abrazo
      Paloma

  2. La verdad es que sus relatos me gustan mucho. Siempre es agradable encontrar algo como lo que usted publica para desintoxicarse de tanta política.
    Gracias

  3. Muchísimas gracias. Sus palabras me animan mucho para seguir escribiendo. Esperemos que no le intoxique con mis relatos (ja, ja)
    De verdad, gracias Juan. Espero que le gusten los próximos si Kiosko tiene a bien seguir con su publicación.
    Saludos cordiales
    Paloma

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

- Advertisment -spot_img

ÚLTIMAS PUBLICACIONES