jueves, octubre 9, 2025
InicioCULTURAQuiero que nos casemos

Quiero que nos casemos

Nos habíamos retirado a una zona urbanizada pendiente de edificación futura, frustrada seguro, por alguna crisis económica. El tráfico de personas y coches era casi inexistente. Tras aparcar, mi novio y yo nos quedamos dentro del coche.

Estábamos enfrascados en nuestros asuntos. Jacobo estaba misterioso y yo expectante y feliz. —Un momento, me dijo. Salió del coche, abrió el maletero y volvió con un gigantesco globo transparente con una caja pequeña dentro.

—Te he comprado esto. Sueño con vivir el resto de mi vida contigo, y tengo que hacerte una pregunta: ¿Quieres casarte conmigo? No le dejé terminar y me eché encima. —¡Rompe el globo y abre la caja!, insistió apartándome con suavidad. —Sí, claro. Estallé el globo y el estruendo fue imponente. Temblorosa abrí la cajita y al sacar el anillo le dije: —Pónmelo en el dedo, por favor. Volví a mirar mi mano, más bonita que nunca, y me lancé a darle un beso. Nos fundimos en un abrazo, un beso y finalmente otro. Los besos más tiernos, emocionados y ardientes… ¡Qué felicidad! Y otro ruido, mucho más estrepitoso que el estallido del globo rompió la escena más dulce y conmovedora de nuestras vidas, devolviéndonos a la tierra.

Miramos y vimos varios coches a gran velocidad. —Es una de esas carreras ilegales, dijo Jacobo. —No sabía que se hubieran trasladado aquí. Mejor nos vamos. Arrancó el coche y unos segundos después de salir un coche nos embistió. El terrible impacto hizo saltar el coche por el aire. Dio media vuelta y aterrizamos en medio de la calle. No recuerdo más.

Desperté en la UCI del hospital. Cuando apareció el médico me dijo: —Te hemos operado y estás evolucionando muy bien. Si no se presenta ningún contratiempo estarás en planta en dos o tres días. —Ahora tranquila. Podrás hablar con tu familia a las siete de la tarde. —Gracias, pero ¿de qué me han operado? ¿Dónde está Jacobo? Es mi novio. Estábamos los dos en el coche. ¿Qué le ha pasado?

El pobre médico no había nacido para ser actor y con la cara descompuesta me dijo: —Siento tener que ser yo el que te lo diga, pero Jacobo murió en el acto. El impacto fue directo contra él. Tenía un politraumatismo severo. La embestida del coche le destrozó por dentro. Tragó saliva y continuó intentando trasmitirme algún consuelo: —Tenemos la certeza de que no sufrió nada. Fue una muerte instantánea. Lo siento mucho. Hizo otra pausa para añadir: —Voy a llamar a tu familia para que vengan a visitarte. Lloraba desconsolada, pero le sujeté de la bata. Cuando pude dije entre amargos suspiros: —Acababa de pedirme que nos casáramos. Y le dije que sí. Nos íbamos de allí huyendo del peligro y nos metimos en él. ¡Si nos hubiéramos quedado quietos!

El médico se fue y volví a llorar. No podía parar. La enfermera se acercó a mi cama y pinchó la bolsa de suero introduciendo el tranquilizante que había indicado el médico. Se quedó conmigo y me acarició la cabeza: —Intenta descansar. Acabas de recibir una noticia terrible. Me quedo contigo un rato hasta que estés mejor. Tus padres llegarán pronto.

Mi sinvivir, mi angustia y mi dolor eran más fuertes que el potente tranquilizante. No hallé consuelo con la llegada de mis padres. No entendía nada. —¿Por qué no he muerto yo también? Mis padres callaban. Me abrazaban y lloraban conmigo.

A los dos días me trasladaron a planta. Seguía en shock. Tenía veintisiete años e iba a casarme con mi novio. Tenía trabajo y la vida me sonreía. ¿Qué habíamos hecho mal?

La policía detuvo horas después a los conductores de los coches de las carreras ilegales.

Mi vida discurría por unos tristes derroteros. Cuanto más tiempo pasaba, menos entendía. —¿Por qué lo hicieron? ¿Habrán pensado alguna vez las consecuencias de sus actos? Me gustaría poder decirles lo que pienso, lo que siento, lo que han hecho con mi vida.

Empecé mi tratamiento psicológico al salir del hospital, pero seguía sin levantar cabeza cuando empezó el juicio.

Insistí en mi necesidad de presenciarlo. En el juzgado les vi la cara. Eran una pandilla de adolescentes.

Mi abogado, como acusador particular, consiguió una condena de dos años de prisión y privación del permiso de conducir por otros dos. El juez aprobó que Óscar prestara servicios en una Asociación de Parapléjicos y que siguiera un programa de conducir con el fin de rehabilitarse.

En cuanto hubo sentencia, mi abogado conociendo mi insistencia me dijo: —Si quieres propondré un encuentro. Puedo gestionar una mediación para que hables con él. ¡Piénsalo! —No tengo que pensarlo. Estoy decidida, quiero verle. Quiero decirle lo que ha hecho, cómo ha destrozado mi vida. Necesito decírselo. Tiene que oírme. Necesito una explicación, el por qué lo hizo. ¿Qué ha ganado él?

Unas semanas después conocí a Eduardo, el mediador, que me explicó en qué consistiría mi futuro encuentro, siempre que mantuviera el deseo de verme cara a cara con él. Él había hablado con Oscar en varias ocasiones. Días después, entró conmigo en una sala. Allí estaba. Tenía diecinueve años.

El encuentro fue tenso. —Maldito niño de papá, pensé al verle. Había cogido uno de los muchos coches que su padre tenía en el garaje. Se divertía con sus amigos compitiendo en carreras ilegales. Oscar tenía dieciocho años recién cumplidos cuando nos arrolló. Él y su hermana menor vivían con su padre desde que su madre les abandonó siendo niños. Su padre ganaba mucho dinero, pero viajaba continuamente, por lo que sus hijos estaban siempre en manos de cuidadoras. Muy ricos, pero sin rastro de vida familiar.

Le dije a Oscar lo que había hecho y cómo había destrozado mi vida. Renuncié a su ofrecimiento de dinero. No necesitaba más del que ya obtuvo mi abogado. Ningún bien podría compensar mi pena y amargura.

Oscar se arrepintió de lo que hizo, me pidió perdón y lloró. Ese día decidí no volverle a ver.

Un largo tiempo después recuperé la paz, aunque nunca recobraría lo más importante: a Jacobo, mi novio, y nuestro proyecto común. Tendría que vivir sin él el resto de mi vida.

Con el paso de los años aceptaría mi pérdida. Contraería matrimonio, tendría hijos, y no dejé de pensar un solo día las enormes enseñanzas aprendidas después del brutal golpe que cambió mi vida para siempre. Creo que también la de Óscar. Guardo de él un vago y difuso recuerdo.

Doctora en Derecho

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

 

Detrás de cada carrera callejera hay una familia rota.

RELATED ARTICLES

Cien días después

Venganza

- Advertisment -spot_img

ÚLTIMAS PUBLICACIONES