Mirada, consentida y criada entre algodones. Soy hija única, admirada por todos y enormemente querida. He acumulado cientos de buenos amigos. Mi existencia era apacible y dulce. Decían que tenía una vida fácil y placentera. Rozaba tanto la perfección que algunos decían que era empalagosa. Casada con un hombre atento y cariñoso teníamos una hija de doce años y un hijo de diez.
Un día mientras daba clase a mis alumnos de preescolar entró en el aula una compañera. Mi hijo había vomitado mientras decía palabras extrañas y frases inconexas hasta que finalmente se mareó y perdió el conocimiento.
Jamás había tenido que enfrentarme a algo así. Nunca había atravesado un reto que me quitara el sueño. Cuando pensaba que mi suerte se había agotado, la profesora de mi hijo me dijo: —Tranquila. Tengo una amiga que es médico en el hospital. Mientras vamos la llamo. Y añadió: —
Es encantadora y generosa como nadie. Más aliviada con sus palabras salimos juntas con mi hijo en la ambulancia. Mi compañera me acababa de abrir de nuevo una puerta a la buena estrella.
Por primera vez me sumergía en un largo túnel, una travesía oscura en la que estuve acompañada siempre de un farolillo a mi lado: Sabela, mi médico favorita. Una especialista de prestigio a nuestro servicio como médico de cabecera.
Tenía una grandeza de corazón sin límites. Generosa hasta la extenuación. —Te estoy enormemente agradecida, le decía sin cesar. —Eres única, inigualable. Ella, discreta y sencilla, no daba importancia a mis palabras. Gracias a su disposición permanente, dejando de lado sus horarios, desconociendo sus fines de semana y sus vacaciones estuve siempre acompañada. Su persona, su despacho, su teléfono y su WhatsApp estuvieron abiertos para mí. Podía mandarle dudas y dificultades. Transmitirle mi intranquilidad y desasosiego a cualquier hora del día y de la noche. Me invitaba a que no me quedara con ansiedad, que llorara, me lamentara o quejara. Y, que lo hiciera con ella. Siempre estuvo conmigo. No dejó de contestar ni a uno solo de los mensajes que le mandé. Su disponibilidad era inimaginable. La vida me daba lo que siempre me habían dicho que merecía: tener a mi lado a una persona pendiente de mí y de los míos en cada una de nuestras necesidades.
Pese a recibir la suerte que demandaba mi personalidad y mi forma de ser, siempre le reconocía lo pendiente y atenta que estaba con nosotros: —Nunca podré olvidar lo que estás haciendo. Te debo mucho. Algún día te lo pagaré. Yo siempre saldo mis deudas.
Cuando quise hacerle un regalo me dijo: —Es mi trabajo. Me alegro muchísimo de haberte ayudado. La ciencia se ha aliado con la suerte que tienes y hemos sacado adelante a tu hijo sin secuela alguna. Y terminó: —Aprovecha cada instante de tu vida. Disfruta de tu hijo. Si algún día te necesito ya sé dónde estás. Casi interrumpiéndola contesté: —Te devolveré con creces lo que has hecho por nosotros. No tienes más que llamarme y lo dejo todo. Yo no olvido jamás. Te estoy eternamente agradecida.
Libre de la pesadilla padecida, mi vida volvió a sus cauces naturales. Un estilo de vida libre de contrariedades, problemas y grandes dificultades. Mi cariño por Sabela quedó solapado con la vorágine del día a día. Mi hijo superó la enfermedad y no volví a necesitar de sus servicios, de sus atenciones y desvelos.
Desde entonces consumí todo mi tiempo, dedicación y cuidados a los míos. No necesitaba más. Me replegué en mi confortable, satisfactoria y grata burbuja.
Tres años después de la curación total de mi hijo recibí una llamada de Sabela. Su sobrina tenía un problema escolar. Necesitaba ayuda. —Al ser el colegio en el que trabajabas, me dijo, me acordé de ti. —Ya no trabajo allí, le contesté. Me insistió, y le dije: —Sí, no te preocupes. Llamaré a alguno de los compañeros que tenía. Te daré noticias en cuanto pueda.
No era un problema de fácil solución. Pero, sobre todo, mi tiempo era escaso porque trabajaba como relaciones públicas en una importante tienda de moda. Mis hijos, ya adolescentes, me absorbían mucho más tiempo, y mi marido viajaba mucho al extranjero y me gustaba acompañarle en sus viajes.
A pesar de las escasas relaciones con los antiguos compañeros del colegio les llamé, e incluso repetí la llamada.
Mi falta de noticias debió influir en que no habláramos más. Meses después, me enteré por una antigua compañera que la sobrina de Sabela, a la que ya había olvidado, había salido del colegio. Nadie les tendió una mano y, decidieron entonces, trasladar a la niña a otro centro en el que recibiera la atención que demandaba.
Hoy me he cruzado con Sabela por la calle. Hacía seis años que no la veía. El saludo ha sido frío. Gélido.
Esperé a que mi marido regresara a casa. Nada más traspasar el umbral de la puerta le he asaltado: —No puedes imaginar lo que acaba de sucederme. Te juro que no entiendo nada. Estoy indignada. ¿Recuerdas a Sabela? Lo bien que me porté con ella, intenté hacerle un regalo, hice lo que pude con su sobrina. Pues, acabo de cruzarme con ella y apenas me ha saludado, un saludo frío, glacial, carente de cariño. Y yo que la consideraba la más amiga, la mejor y la más íntima. Va a ser verdad que Cuánto más conozco a las personas, más quiero a mi perro.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
