¡Positivo! Vuelvo a estar embarazada. En la primera ecografía oímos su corazón bombeando a gran velocidad. Una vez más me estremecí y las lágrimas asomaron en mi rostro. Exactamente igual que en mi anterior embarazo. ¡Ojalá sea otra niña!, pensé. Y así fue. Nuestra otra hija, de tres años, estaba feliz pensando en el nacimiento de su hermana. Una muñeca con la que jugar ahora, y una amiga y confidente para siempre.
Todo discurría con normalidad. Estaba feliz. Prácticamente no tuve una náusea, y me cuidaba para no engordar demasiado.
A dos meses escasos del parto, un análisis de rutina detectó que sufría la enfermedad de Graves. Eso significaba que mi glándula tiroidea se agrandaba. Mi sistema inmunitario atacaba a mis músculos. Mi hija, nuestra hija estaba en peligro. La ginecóloga nos reunió a mi marido y a mí. Oímos unas palabras terribles. Las más duras que jamás pensamos: nuestra hija no sobreviviría.
Salimos rotos de la consulta. Deshechos. Estábamos en shock. Solo llorábamos.
Al llegar a casa abracé a mi hija. Me sentía abatida, triste y confusa. Mi vida continuaba, pero no entendía lo que nos estaba pasando.
Me levantaba dando tumbos. Después, permanecía desorientada y sumida en una constante turbación. No encontraba alivio para mi consternación. Profundamente ofuscada, perdí la conciencia del día y la noche.
A los catorce días de conocer el diagnóstico empezaron las contracciones de un alumbramiento prematuro.
El día fue desconcertante. Mi ginecóloga nos acompañó durante el parto que nos permitiría conocer a nuestra hija antes de lo previsto, pero por poco tiempo.
Teníamos unas horas para despedirnos, y apenas nos habíamos conocido. La única certeza que teníamos era que no saldríamos del hospital con ella.
Nos instaló en una habitación apartada, sencilla y acogedora. Estaríamos solos con nuestra hija.
Mientras llorábamos llamaron a la puerta. Nuestra ginecóloga nos presentó a unos colegas médicos. Tenían que hablar con nosotros un momento. Respetaban nuestra profunda pena, pero el asunto no admitía demora.
Sabían que nuestra hija iba a morir y nos preguntaron si queríamos salvar la vida de otros bebés con la donación de sus órganos.
Con inmenso respeto y cariño se despidieron. Esperarían fuera. Debíamos hablar con calma. Conocían nuestra angustia y sufrimiento. También la dificultad de nuestra respuesta.
Y de nuevo estábamos los dos frente a nuestra hija. Solos los tres. La mirábamos mientras estaba en nuestros brazos. La abrazamos una y mil veces. En unas horas se había convertido en una de las niñas más besadas y acariciadas del mundo. Llorábamos sin parar. —¿Cómo íbamos a ser capaces de tomar una decisión? Era imposible.
Con el corazón partido, decidimos. Horas después, derrotados por el dolor regresamos a nuestra casa cuando nuestro angelito se fue.
En casa fuimos conscientes de lo sucedido, conscientes de la pérdida infinita.
La oía por la noche. Su llanto me despertaba. La oía respirar. Oía sus movimientos. Oía sus gemidos. ¡Estaba volviéndome loca!
A los diez días, mi hermana vino a vernos. —Estoy segura de que os gustará y reconfortará. —No te reconozco, le repliqué ofendida. —¿Qué puede consolarnos?
Nos sentamos en el cuarto de estar. Mi hermana estaba excitada. —Os la he imprimido. Quiero que sepáis lo que habéis hecho.
Mi marido y yo nos mirábamos extrañados. —Os leo la carta que se ha hecho viral en redes sociales y me voy.
Se titula: “Carta emocionada a unos desconocidos”. Enternecida, insistió: —Los desconocidos sois vosotros. Y visiblemente nerviosa continuó:
“El nacimiento de un bebé es una de las mayores alegrías vitales. No fue así en nuestro caso porque nuestra hija sufría una grave cardiopatía. El tiempo se acababa y nuestra hija se moría. Esperábamos el cruel desenlace cuando se produjo el milagro.
Unos padres como nosotros habían tenido un bebé que se moría. Y en medio del más terrible y angustioso de los dolores tomaron la decisión más valiente, noble y generosa.
Gracias a ellos, las válvulas cardíacas de su bebé se trasplantaron a nuestra hija por lo que su pequeño corazón seguirá palpitando. Su bebé sigue viviendo en nuestra pequeña.
Gracias a la fuerza, gracias a la valentía e inmensa generosidad de unos padres que, en una situación cruel, despiadada y dolorosísima, no miraron su dolor y su angustia, sino que repararon en otros que nos hemos beneficiado y nos beneficiaremos por ellos.
Su dolor se ha convertido en la esperanza de nuestra vida.
Queremos daros las GRACIAS.
El palpitar del corazón de vuestro bebé resonará sin descanso en nuestra memoria.
Cada latido irá acompañado de nuestro profundo agradecimiento. NUNCA OS OLVIDAREMOS.
Nos regalasteis lo más valioso que existe: vida.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
