Duermo mal desde hace días. La misma escena se repite en bucle una y otra vez. No tiene fin. Me despierto sudando. —¡Ya pasó! Intenta dormir otra vez, me digo. Me cuesta, pero finalmente rendido por el cansancio, caigo. Y cuando mi sueño entra en la siguiente fase… ahí están esperándome: la misma cara y sobre todo los mismos ojos.
Trabajo en salvamento marítimo desde hace cuatro años. Nos lanzamos al mar con el acercamiento de pateras o cayucos. Su llegada es incesante en toda época, aunque en primavera y verano trabajamos a destajo.
Hemos vivido escenas durísimas y crueles. Terribles. Este paisaje constituye nuestro día a día. Pero también experimentamos el renacer a la vida. Salvamos a algunos del filo de la muerte. Cruzan a nuestro lado, los inclinamos al lado de la vida. La preservan gracias a nuestra actuación no exenta de riesgos. He visto morir a muchos compañeros.
Aquel día nos avisaron de madrugada. Tres pateras se daban cita en las costas gaditanas. Se avecinaba un esfuerzo triple. Tendríamos que multiplicarnos.
Al vernos, y a pesar de nuestras advertencias, los migrantes se pusieron nerviosos en sus destartaladas embarcaciones. Al ponerse de pie caían al agua. Hacinados en las barcazas se lanzaban o los empujaban.
Su contacto con el agua precipita nuestra actuación. Debemos actuar de forma más expeditiva, proceder de inmediato. Cada segundo cuenta, si no su muerte está garantizada. Me dirigí directamente a un niño pequeño: —¡Una vida arrebatada a las procelosas aguas! Inmediatamente lo entregué a nuestros sanitarios.
Me lancé de nuevo. Avisté otro bulto que palmoteaba. Resultó ser un chaval de nueve años. De inmediato recuperé su menudo y escuálido cuerpo que mis compañeros recogieron.
—Corred, corred más, hay muchísimos en el agua. —Se están ahogando, nos dijeron. Los minutos, los segundos corrían en su contra. —Otra cabeza, pensé. Al acercarme, otra emergió del agua a solo dos metros.
Nuestra preparación nos exige auxiliar a una víctima y después a otra. Es ilusorio, y, además, tarea inútil pretender salvar varias vidas a la vez. Las perderíamos todas.
Dudé: —A ¿cuál de ellas? Y me dije: —Vamos, no debo pensar. —¡No dudes! Nos han preparado para no mirar a quién dejamos. Cogí a un bebé de diez meses, y dejé a un niño o niña de dos o tres años. Movía sus delgados brazos. Volví la cabeza y la miré por última vez. Me pareció que clavaba sus ojos en los míos. —Tengo que salvar al bebé que tengo entre mis brazos, me decía intentando convencerme. Tras su entrega volví de inmediato, apresurado y nervioso al agua.
Busqué ansiosamente el pequeño cuerpo. Me sumergí una y otra vez. Ni rastro. Entonces, me dirigí en dirección oeste. Una mujer, que resultó estar embarazada, empezaba a sumergirse. Me lancé a toda velocidad y conseguí cogerla. No sé si estaba viva. La entregué a mis compañeros con la duda en mi pensamiento.
Volví entonces al lugar en el que había dudado. No había rastro. Todos buscábamos a algún superviviente. Nadábamos una y otra vez en círculo. Desde el barco nos dijeron: —Retirada. Parece que nuestra misión con estos cayucos ha terminado.
Di una vuelta más, y otra. Me llamaban. —Voy, contesté. Lo que había visto, aquella imagen real empezaba a resonar en mi cabeza. Vueltas y más vueltas. Me ordenaron salir del agua. Salí el último.
Mis compañeros me vieron desbordado. Noqueado. Estaba ido. —¿Necesitas ayuda? —¿Estás bien? —Sí, creo que sí. Bueno, no sé, dije aturdido.
Volvimos al barco, y tras desembarcar nos trasladaron al puesto de salvamento.
Ese día no volvimos a salir. De vuelta a casa estreché a mi hija de tres años entre mis brazos. Rememoré la terrible escena que había protagonizado, y lloré amargamente.
Mi mujer me sorprendió y me preguntó: —¿Cómo te ha ido? Y añadió: —¿Cuántas vidas has salvado hoy?
No podía dejar de llorar. —Un niño de la edad de nuestra hija quedó en el mar. Desapareció tragada por las olas. La busqué una y otra vez, pero no volví a verla. Me miró, me clavó su mirada implorando ayuda, pero no pude hacer nada por salvarle la vida. Estaba con un bebé que, sí pudimos rescatar.
Al día siguiente me quedé paralizado en la salida al rescate. Mi cuerpo no respondió y solicité mi relevo de inmediato. De vuelta al puesto de salvamento solicité ayuda urgente. Un psicólogo de la Marina me recibió. Le conté lo sucedido. Esa mirada. Mi desazón al abrazar a mi hija de una edad parecida. Mis pesadillas, mi parálisis, mi incapacidad para actuar.
Han pasado diez meses desde entonces. Acabo de ser padre por segunda vez. El psicólogo me ha dado el alta. Cree que estoy preparado para luchar contracorriente librando de la muerte segura a alguno de los migrantes que pretenden alcanzar nuestras costas.
Mañana 16 de julio, día de nuestra patrona, volveré a intentarlo.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
