Se había convertido en la frase favorita de mi madre desde que enviudó. Afirmaba convencida que el quedarse viuda le había hecho vieja.
—Vivo, como y duermo sola, decía. —Ya no le gusto a nadie. No tengo quién me quiera, no tengo quién me espere o eche de menos en mi casa.
—Pero, mamá. —Pero, abuela, le contestábamos, riéndonos de su sentimiento trágico de la vida.
En realidad, decía eso, pero se apuntaba a todo. Era una abuela moderna. Juerguista, deportista y divertida.
Nos reíamos de ella y sus quejas trágicas porque estaba todo el día gastando bromas. Y sus nietos le respondían con el mismo lenguaje: —Abuela, acabo de encontrarte un novio. Una amiga del cole me dijo que su abuela murió y su abuelo está muy triste. ¿Quieres probar?
—Ja, ja. La semana que viene quedaré con él, dale mi teléfono a tu amiga y que me llame.
—¿Vienes a dormir a mi casa?, preguntó a mi hija Miriam. —No puedo, siento no haberte avisado antes. Me duele mucho la garganta y prefiero quedarme en casa. Pero, pido el próximo fin de semana en tu casa, abuela.
Dos horas antes le había llamado otro nieto para ir a dormir a su casa, pero ella se excusó porque tenía plan con otra nieta. Lo tenía todo preparado, la cena y el juego elegido. Sin pensarlo dos veces cambió de planes. Ahora leería hasta bien entrada la madrugada.
Regresaba a su casa de noche. La calle estaba vacía y todo estaba aburridamente tranquilo. Al abrir el portal encontró a un hombre sentado en la escalera. —Buenas noches, le dijo y subió por la escalera hasta el segundo piso. Prefirió no meterse en el ascensor. Mientras subía sacaba nerviosa las llaves de su casa.
Abrió temblorosa la puerta y sintió el empujón que le hizo tropezar al entrar. Gritó e inmediatamente el hombre del portal le envolvió una bufanda alrededor de la boca y dio una patada a la puerta cerrándola de un portazo. Los empujones se sucedieron ya en su casa pasando por las distintas habitaciones hasta que llegó a su habitación. Entonces, y cuando mi madre pensaba que tendría que abrir la caja fuerte, la lanzó contra la cama. Primero, volvió a anudar la bufanda y apretarla más sobre su boca para mantenerla callada y, después empezó a desnudarla. Mi madre gritaba e imploraba ayuda. Desesperada como si fuese una niña. La bufanda apenas permitía oír sus voces y alaridos. Le sacudía e intentaba pegarle. Una y otra vez. Todo era inútil. Era un tipo fuerte. Agresivo y violento.
Todos sus esfuerzos fueron estériles para reducir a aquel ser asqueroso y repugnante. A cada golpe de mi madre reaccionaba de forma más cruel. Estaba furioso y le amenazaba. Le daba bofetadas y patadas. Mi madre no se rindió y hasta el final le dio puntapiés y golpes.
Una perversa y depravada lucha desigual.
¡Pobre madre! Durante años se preguntó ¿qué le había pasado?; ¿cómo había podido sucederle?; ¿qué había hecho mal?
Su cuerpo había sido cuidado toda la vida. Su madre lo había mimado y cuidado con ternura. De joven, ella lo acicaló y cultivó. Su marido lo había adorado, querido y amado. Había dado vida en varias ocasiones, y hasta entonces no había sufrido ninguna enfermedad. Era un cuerpo delicado y respetado.
Era.
Tras la degradación sufrida, mi madre quedó conmocionada. Su cuerpo y su alma sufrieron una infamia. Una ignominia que la dejó sobre la cama medio desnuda, llorando. Se levantó y se duchó. Después se sentó en su sillón. Inmóvil y sin poder reaccionar. Por la mañana, no contestaba al teléfono y acudí asustada a su casa. Allí la encontré.
Golpeada y herida. Traumatizada. Paralizada a los setenta y seis años.
Recorrimos consultas de médicos, psicólogos y psiquiatras.
Seguía apenada. Acongojada. Cautiva y replegada en un sillón. Oía un ruido y se sobresaltaba atemorizada. Con la mirada perdida, triste y lejana.
Pese a los intentos de todos nosotros aquella noche se marchó para siempre la abuela juerguista, cariñosa y divertida que tuvimos.
Doctora en Derecho
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales