jueves, octubre 9, 2025
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La guasa de celestes y terrestres

Seguro que usted es una de esas muchas personas que viajan con frecuencia. Si vive en una isla o tiene que recorrer medio mundo por trabajo, ya sabrá que el avión es una mezcla de ilusión y castigo. Ilusión por llegar. Castigo por el proceso.

Antes de alcanzar su destino, tendrá que pasar por el reino de los “celestes”. Quizá no lo sepa, pero en la aviación el mundo está dividido entre “celestes” y “terrestres”. No se haga ilusiones: usted es un terrestre.

Los celestes son una casta aparte. Su hábitat natural son los pasillos alfombrados, los altavoces y los uniformes con sonrisa reglamentaria. Como en el Tíbet, para ellos las palabras “hueso” y “raíz” tienen un valor sagrado. Los aeropuertos, con sus puertas altas, son sus templos. A los celestes, esos umbrales les permiten entrar y salir del cielo, literalmente.

A usted, pobre terrestre, solo le toca cruzar el umbral, quitarse el cinturón, enseñar el billete y rezar para no perder la puerta de embarque.

El aeropuerto es un universo en sí mismo, donde el idioma cambia: check-in, boarding pass, gate, low cost, delayed, connecting flight. Y, antes de eso, la batalla con el ordenador para hacer el booking. A estas alturas, uno ya empieza a añorar la agencia de viajes de la esquina.

Luego viene el edificio monumental, diseñado para gloria del arquitecto de turno y para desesperación del viajero. Colas interminables, funcionarios hipnotizados por las pantallas, retrasos que se anuncian con voz celestial. Si su vuelo no sale a tiempo, mantenga la calma. Busque un bar. Pida algo sin cafeína. Y mire a su alrededor: los del walkie-talkie no son ángeles, aunque se comporten como si lo fueran. Si ve a uno con chaqueta y corbata, no se acerque. Es el jefe del aeropuerto, una especie de bhodi, el árbol de la iluminación. Intocable.

En estos territorios, protestar es un arte de riesgo. Solo hágalo cuando haya mayoría. De lo contrario, practique el silencio: el idioma universal del viajero resignado.

Sube al avión y siente que cambia de planeta. Todo sigue siendo ajeno, pero ahora con cinturón de seguridad. Si le cobran por el agua, no se sorprenda: en las aerolíneas modernas, hasta el aire tiene suplemento. Pague o traiga su bocadillo de casa. Y recuerde la máxima del buen pasajero: “Una sonrisa es su mejor espada”.

Y aquí entramos en terreno de guasa. Están las compañías “de bandera”, aunque la bandera ya ondee descolorida, y las “low cost”, que más bien deberían llamarse “low everything”. En unas le sirven un café de posguerra; en otras, le venden un bocadillo que parece haber cruzado el Atlántico en otra era. Los asientos cada vez más pequeños, los reposabrazos desaparecidos, las bandejas que no bajan y una limpieza que ya es leyenda urbana. Hay aviones en los que uno sospecha que la última desinfección la hizo Colón antes de embarcar rumbo a América.

La tripulación, eso sí, cumple con heroísmo. Su sueldo apenas da para volar en la misma compañía para la que trabajan. Sonríen por contrato y reparten explicaciones con diplomacia. Los directivos, mientras tanto, reparten dividendos y discursos sobre “eficiencia operativa”.

Pero pese a todo, hay algo fascinante en ese tubo de acero que le lleva de un lugar a otro en poco tiempo. Quizá eso compense los retrasos, las colas y el café de cartón.

Felices vuelos, sufrido viajero. Entre celestes y terrestres, usted seguirá mirando al cielo, esperando que esta vez, al menos, no haya turbulencias.

Tomás Cano Pascual

Asesor de líneas aéreas

Delegado para Europa de Air Panama

Fundador de Air Europa

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