Era perfeccionista desde niño. Reservado, introvertido y apocado. Poco amigo de las relaciones sociales desde su más tierna infancia.
Los primeros años vividos dejaron al descubierto el problema de fondo. Jorge fue diagnosticado a los dieciséis años de esquizofrenia. En su interior coincidían dos voces que conducirían su atormentada existencia. Era una persona recelosa, inexpresiva y desconfiada.
Sus padres recibieron con enorme satisfacción el flechazo de Jorge con la pintura. Encontró refugio en sus dibujos. Lápiz, rotulador, acuarela, óleo. Cualquier material le servía. Sacaba lo mejor de cada uno.
Y cuando terminaba su obra, la miraba una última vez.
Y empezaba de nuevo. Oía la voz templada y suave que alentaba su capacidad creativa. Entonces, su imaginación subía a las alturas, se elevaba por encima de las nubes y navegaba por el firmamento. El cosmos era suyo.
Sentía la exaltación y el derroche creativo de su imaginación ilimitada. Su espíritu se dejaba llevar de la efervescencia de sus fantasías. Una visión desbordante del espacio. Palpaba las diferentes texturas con su alma. Experimentaba la embriaguez de las formas.
Y mientras dibujaba caía en profundos éxtasis. Viajaba a otra dimensión persuadido por la ilusión, el sueño y su representación. Se excitaba con la figuración y la erótica del color.
Y entonces su cuerpo arrastraba su mano a la ejecución pródiga y generosa de rasgos decididos, a un delirio de inspiración, inventiva e intuición ilimitada.
Retrataba naturalezas vivas y muertas, paisajes, personas y animales. Todo lo reinterpretaba y vivificaba bajo su escudriñadora, sorprendente y arrebatadora mirada.
Sus padres le llamaban a comer, a dormir, a descansar. Pero en aquellos trances todo era inútil, una pérdida de tiempo. No vivía en el mundo real. Ensimismado en su quehacer se hallaba en una vida alternativa.
Su existencia transcurría en medio del silencio. No hablaba ni manifestaba el más mínimo interés en la conversación. Sus padres representaban monólogos en su presencia. Tras ellos, una mirada inexpresiva o un suspiro de aburrimiento eran las únicas respuestas que habían conseguido arrancarle.
En una ocasión sus padres le obligaron a parar de trabajar al temer por su vida. Llevaba días pintando sin comer ni dormir y con fiebre alta. Pero cuando le apartaron de sus dibujos cayó en una profunda melancolía. Postrado y decaído parecía un despojo, una piltrafa. Desistieron. Nunca más volverían a apartarle de su única pasión.
Con una energía inacabable trabajaba y trabajaba sin descanso, con tesón y perseverancia. Y tras su denodado esfuerzo se presentaba el final.
Cuando la obra alcanzaba lo sublime, Jorge contemplaba su obra y entonces, sin previo aviso, irrumpía su psicosis como un vendaval. Se imponía la destrucción. Todo en su interior era confusión. La amnesia y la tristeza le embargaban. Las alucinaciones anegaban su alma. El desconsuelo, el abatimiento y el desánimo empapaban su espíritu. Se sumergía en un profundo pozo de pesimismo, sufrimiento, desolación y tribulación. No había escapatoria.
Quedaba un leve resquicio que indicaba la difícil salida del túnel que atravesaba: había que destrozar la obra. Y solo después, volvía a empezar.
Sus padres siempre habían intentado salvar sus obras, pero sus esfuerzos fueron siempre inútiles. Era un fiel y feroz guardián de lo suyo. Solo a él le pertenecían.
La obra de Jorge, un auténtico genio de la pintura nunca llegaría a ver la luz.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
