lunes, octubre 27, 2025
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Subiré a la tarima

Fui una niña precoz. Vivía con mi madre y dos hermanos, todos de padres diferentes. Formábamos una de tantas familias peculiares.

Pero mi padre nunca me abandonó. Desde mi más tierna infancia me inició y aleccionó en el significado de la vida. Me instruyó en todo lo que él sabía: su vida como profesional de la delincuencia. A sus instrucciones, yo añadí por inspiración y dones propios la temeridad, el gusto por el riesgo y la decisión, que eran mi esencia. Con mis aportaciones, siempre valiosas, amplifiqué la gravedad, intensidad y variedad de mis actuaciones delictivas.

Mi aptitud y mi disposición fueron combatidas obstinadamente por Marianela, la juez de menores a la que conocí a los diez años. Los servicios sociales me condujeron hasta ella.

—¿Otra vez aquí, Vanesa? Pasa a mi despacho que tú y yo tenemos que hablar. Y hablábamos. Era divertido. Me escuchaba con atención. Nadie me había hablado como ella. Creo que en el fondo la admiraba. Era una mujer especial.

Tras la conversación daba instrucciones a los servicios sociales. E inmediatamente después llegaban los cambios. Primero, traslado de clase. Después, de colegio. Me apuntaban a distintas actividades… Hablaba con distintas personas que me preguntaban cosas. Eran psicólogos y asistentes sociales.

Pero mi maestría a tan tierna edad y mis tejemanejes superaban las trabas y las no pocas dificultades que me ponían. Escaparme del colegio era un juego. Un desafío que cumplía con creces. Era chupado. Primero ponía cara de niña buena y, cuando se quedaban tranquilos y confiados, me escapaba. Y entonces, la calle era mía. Entraba en todas las tiendas, supermercados, grandes almacenes… siempre encontraba algo que quería. Con el tiempo perfeccionaría mis procedimientos. Al ser pequeña me pegaba a las faldas de cualquier señora aparentando ser su hija. Cuando no me miraban robaba ropa, pinturas de ojos y labios, zapatillas y todo lo que podía. Más adelante conocí a unos mayores que me compraban todo. Con el dinero que me daban compraba yo lo que quería.

A los trece años entré en una pandilla. Cada vez iba menos a clase. Si antes me escapaba, ahora no entraba. Pasábamos el tiempo fumando y bebiendo. Muchas veces nos enfrentábamos a otros grupos. La rivalidad y la competencia era feroz. Las peleas eran una forma de divertirnos y pasar el rato. Una forma de vivir para combatir el aburrimiento. Los chicos de las pandillas enemigas nos tiraban los tejos a las chicas. Ese era el mayor detonante para que todo saltara por los aires.

Cuando la policía me cogía en alguna de nuestras movidas, robos, atracos o peleas, me llevaban a la comisaria. Aprendí pronto a decir: —Yo soy menor. Y de inmediato me entregaban a los servicios sociales. De vuelta a casa, mi madre me regañaba. —No puedo con ella, protestaba mi madre. —Su padre la pervierte. No le enseña nada bueno. Es un mal ejemplo para sus hermanos.

Oída la bronca, me conducían a Marianela. Otra vez ante la juez de menores. Y vuelta a hablar. Los de los servicios sociales le decían: —Es un caso perdido. —No hay nada que hacer.

Mis maestros y profesores lo intentaban una y otra vez. Sus quejas resonaban en mi cerebro: —Una pena que una chica inteligente lo eche todo a perder. Insistían ante Marianela: —Hemos perdido toda esperanza tras intentarlo mil veces. El final de las reuniones se repetía siempre con frases parecidas: —No tiene solución. —Hay que dejarla. —Sería mejor invertir esfuerzos en quién tenga posibilidades de salir del círculo vicioso en el que se encuentra.  —No tiene remedio. —Nada puede hacerse, es una pena.

Marianela insistía. Seguía intentándolo. Volvía a reunirse. Volvía a hablar conmigo. Volvía a preguntarme y a escucharme.

Un día, conocí a David. Por fin, había encontrado a un chico que me gustaba. Era mayor y guapo. Me vacilaba y yo estaba loca. Me encantaba. Caí rendida ante él. Estaba enamoradísima. A los cinco meses estaba embarazada. Cuando se lo dije, David me plantó. Nunca más volvería a verle.

Regresé a casa con mi madre que, como siempre, me echó la bronca. Me dijo: —Mírame. No querrás parecerte a mí. Endereza tu vida. Ahora serás madre. Tendrás que educar a tu hijo.

Volví a ver a Marianela. Le conté que esperaba una hija. —Te harás mayor, Vanesa. Tu hija será lo que tú le transmitas.

El nacimiento de Daniela me hizo feliz. Ahora necesitaba más dinero. Tenía que planificar los robos con más cuidado, pero algunas noches no dormía suficiente. Me detuvieron en un robo.

La noche anterior al juicio no pude dormir. Miraba a mi hija en la cuna. Dormía. Era guapa. Nunca pensé que podía querer a alguien así. —¿Iría a la cárcel? —¿Quién se ocupará de ella? —¿Qué estoy haciendo? No conseguí dormir. Daba vueltas y más vueltas. Mi cabeza ardía.

Fui como tantas otras veces al juzgado, pero por primera vez era distinto. Dejé a mi hija. Y mis pensamientos eran diferentes: —¿Era inteligente?, me preguntaba. Tendré que demostrarlo. Salí del juzgado convencida. Tan convencida que empecé a estudiar. Hice el bachillerato nocturno. Y, ¡lo conseguí! —Tenía que continuar. Marianela me animaba. Se mantenía a mi lado, confiaba en mí. Nunca me había sentido tan feliz.

Me matriculé en Derecho. Descubrí que me gustaba. Apreciaba estar al otro lado.

Mi hija crecía y mis estudios avanzaban. Celebré con ella mi graduación y Marianela se unió a nosotras. Solo me faltaba un paso más. Prepararía la oposición. Sería juez de menores. Subiría a la tarima. Marianela tenía razón, siempre la tuvo y la mantuvo contra todo pronóstico: —No se debe perder la esperanza. —No hay casos perdidos. La lucha siempre tiene su recompensa.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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