Habíamos superado el ecuador de la carrera. En septiembre iniciaríamos cuarto de medicina.
Organizamos nuestro viaje del Ecuador, pero nos dirigimos a Asia, en concreto a Indonesia. Viajamos sesenta y dos estudiantes de un curso que sobrepasaba los cien matriculados. Durante el día recorríamos playas paradisíacas: arena blanca, mar azul, temperatura excepcional y una soledad impagable. Muchos de nosotros tras el asombro de contemplar tal belleza caíamos sobre las hamacas acompañados de bebidas exóticas y descansábamos de las interminables noches interminables de juerga, bailes y copas.
El destino quiso que aquella noche fuéramos precisamente a la discoteca de la playa de Kuta en Bali. Y cuando bailábamos, bebíamos y charlábamos con gente procedente de Europa y América, saltamos ante el atronador ruido. Entre gritos de terror, los corrillos de gente se disolvieron y cada uno buscó su propia supervivencia. Tras horas angustiosas, finalizado el recuento nos felicitamos. A pesar de los 231 muertos y los 173 heridos graves consecuencia de las bombas y disparos de los terroristas, habíamos salido ilesos. Nuestras heridas, rasguños y magulladuras eran un regalo. Teníamos que pellizcarnos para reconocernos vivos después de toda la sangre y carne quemada que vimos en nuestra alocada, pero afortunada carrera. Habíamos sido unos privilegiados sin igual.
A pesar de nuestra felicidad inicial, el transcurso de las horas pasó la factura esperada. Tristes, abatidos, desolados y afligidos por todos aquellos que habíamos conocido. Nunca hubiéramos podido ni sospechar que horas después lloraríamos por sus aciagas muertes.
A la hora del desayuno éramos un poema. Un poema triste y trágico. De los sesenta y dos, cuarenta y nueve decidieron que el viaje había terminado. El resto decidimos continuar, pero lejos, muy lejos del dolor, de la desazón que habíamos experimentado desde tan cerca, demasiado cerca.
Mientras nuestros compañeros regresaban, los trece magníficos nos dirigimos a uno de los parques de Australia. Huíamos de las emociones fuertes. Estábamos servidos y sobrados de intensas vibraciones. Solo ansiábamos días de libertad y sosiego procedentes de la más salvaje y libre naturaleza. Nada de excitaciones y efervescencias. Un contacto profundo con la naturaleza menos frecuentada. Buscábamos paz y tranquilidad.
Contratamos un guía y con él iniciamos un viaje planificado y organizado. Una explosión virgen de la naturaleza nos esperaba. La armonía, las charlas, los paseos y las risas volvieron tras el golpe sufrido. Todos padecíamos el reciente shock, pero nadie lo exteriorizaba. Seguíamos sintiéndonos enormemente acongojados. La muerte había pasado a nuestro lado. Había elegido de forma caprichosa a algunos con los que habíamos coincidido, hablado y reído solo unos minutos antes.
Por eso, ahora gozábamos con el silencio y la introspección.
Australia está llena de grandes maravillas de la naturaleza. Teníamos un sinfín de destinos para elegir. Aquel día decidimos acudir a un parque natural, naturaleza en estado puro. Conocimos lugares inimaginables con nuestro guía. Al atardecer nos fuimos al parque nacional Kadahu a una zona especialmente frondosa. Y cuando estábamos allí, nuestro guía se disculpó. Todos le oímos hablar por teléfono. Había surgido un problema con otro grupo de excursionistas. Se excusó: —Tengo que irme para resolver un problema. Volveré antes de cuatro horas. No os mováis de aquí. ¡Tened mucho cuidado! Obedientes, allí nos quedamos. El calor no cedía ni siquiera a esas horas. Era abrasador y la humedad no hacía sino aumentar la percepción de calor. Estábamos pegajosos y llevábamos en ese lugar más de dos horas. Alberto, se levantó y dijo: —Ya no aguanto más. ¿Alguien se viene conmigo al agua? Y casi al unísono nos levantamos todos. Nos lanzamos al agua. El cielo estrellado nos proporcionaba la luz necesaria para saber dónde estábamos, para vernos. Nadamos y sobre todo jugamos. —Guerra de ahogadillas, gritó Sandra. No había límite para hacerlas. En ocasiones, cuando no recibías dos al mismo tiempo, te caían cuatro. Era raro no estar sumergido.
—Sal ya Sandra. No hagas el payaso, gritó Raúl. —Sal. Ya sabemos que aguantas mucho. Deja de hacer el indio.
Los gritos por la guerra del agua se sucedían. Pero, la insistencia porque Sandra saliera del agua fue calando en sus amigos. Laura fue la primera en salir y ya en tierra empezó a gritar: —Salid, salid. Creo que pasa algo.
Su voz aguda nos sacó del agua de inmediato. Empapados y fuera del agua nos miramos y fuimos conscientes de que Sandra seguía sin salir. No la veíamos. No había movimiento en el agua. Nada ni nadie se movía. Miramos fijamente escrutando el trozo del río en el que nos habíamos metido.
Pese a los gritos de llamada para que saliera, Sandra no salió. La histeria y el nerviosismo se apoderaron de todos nosotros. Unos lloraban y otros gritaban. Todos nos recriminamos habernos sumergido en aguas desconocidas. Ahora recordábamos los peligros de la zona.
Éramos doce, pero ninguno podíamos creer lo que estaba sucediendo. Llamamos a nuestro guía y esperamos sin paciencia su vuelta. Al hacerlo nos echamos sobre él y le explicamos que Sandra había desaparecido al bañarnos. Fue entonces cuando dijo: —Os avisé. No debisteis bañaros en el río. Os lo dije. Son aguas infestadas de cocodrilos. Voy a llamar a los guardas del parque. Cogió su teléfono y llamó. Estaba profundamente alterado. Esperamos todavía un poco más. Ansiábamos un milagro. El tiempo se había detenido. Nada se movió en el río. No podíamos demorar por más tiempo nuestro regreso al campamento. —Aquí nada podemos hacer ya. Nadie quería irse, pero finalmente, tras cinco horas y media desde la última vez que habíamos visto a Sandra, accedimos a marcharnos.
Era la segunda vez. La segunda vez en un corto plazo de tiempo que emprendíamos una frustrante salida. Ahora sí que nos habían dado de forma directa. Ahora era una de las nuestras a la que habíamos dejado. Nadie quería hablar de lo que podía haber pasado. Nos retiramos a nuestras habitaciones en silencio sepulcral. Ninguno pudimos dormir.
Desde el amanecer del día siguiente los guardas subidos en una barcaza recorrieron el río. Un paseo lento y parsimonioso. Lo repitieron, paraban una y otra vez. Miraban con sus prismáticos. Vuelta otra vez. Tras varios recorridos encontraron una zona pantanosa y allí lo que podrían ser restos humanos. Los retiraron con sumo cuidado y tomaron los restos de ropa que allí había. Por la noche, sosteniéndonos unos a otros acudimos al reconocimiento.
Raúl y yo nos ofrecimos a entrar. Aunque creíamos que éramos los más fuertes, nos desfondamos cuando nos invitaron a reconocer la ropa en una sala fría en la que guardaban los cadáveres. Nos abrazamos y lloramos amargamente.
Nos obligaron a sentarnos en una sala cercana. Superado el shock nos uniríamos a nuestros amigos a los que ellos ya les habían comunicado la noticia. Nosotros hubiéramos carecido de la necesaria fuerza para hacerlo.
Al día siguiente, rotos por el dolor y machacados por el estrés de haber superado una situación límite en nuestra vida y volver a enfrentarnos a otra aún peor regresamos a casa.
Los doce supervivientes mantendríamos siempre una unión especial. Habíamos salido ilesos, pero marcados para siempre por dos episodios indescriptibles en nuestras vidas.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales
