Acabo de cumplir ochenta años. Dicen que soy una mujer anciana, pero vivo sola, sin ayuda. Trato de mantenerme activa y con la mente despejada. No quiero molestar a nadie. Tampoco tengo muchas personas para dar la lata. Mis dos hijos viven en el extranjero y soy viuda desde hace doce años.
Los días pasan sin pena ni gloria, pero pasan.
Debo entretenerme. Lo sé. Procuro vivir la vida sin preguntar y sin pedir más que aquello que no sé solucionar por mi misma. Eso sí, intento arreglar todo en mi vida procurando ser autosuficiente.
Como casi todos los días cuando había hecho mis tareas del hogar, mis lecturas y mis juegos para mantener activa mi mente, me acerqué a la playa a dar un largo paseo. El contacto con la arena y ver la inmensidad del mar me relajan.
El día estaba nublado y el mar estaba tan oscuro que daba miedo. Mientras paseaba iba pensando en los pobres animalitos y el frío que podrían pasar. Y, de pronto, mis ojos se detuvieron. Tras fijarme bien lo cogí y lo puse con sumo cuidado en una bolsa que llevo siempre conmigo.
Emocionada, interrumpí el paseo y decidí volver a casa. ¡Tenía compañía!
Ya en mi piso busqué una caja de cartón, la forré de plástico transparente para que pudiera aguantar la humedad. Y dentro puse el erizo que había encontrado.
No había pensado en su comida y tuve que volver a la playa después de consultar sus hábitos alimenticios. Estuve cogiendo distintas clases de algas. De alguna se alimentaría mi nuevo amigo. Cogí también dos conchas con bicho dentro por si se animaba a comer algún pequeño animal.
Al llegar a casa dejé las conchas sin agua para que los animalitos que vivían dentro de las conchas fallecieran.
Coloqué las distintas algas pulverizadas con agua salada y puse en medio a mi erizo. Cuando murieron los habitantes de las conchas los puse también en la caja.
Cada día al ir a pasear incluía en la bolsa una botella de plástico con pulverizador para llenarla de agua salada y así renovar y humedecer la guarida de mi nuevo amigo a mi vuelta a casa.
Mi vida había cambiado. Tenía algo importante que hacer. De nuevo, alguien dependía de mis cuidados.
Hablé con mis hijos y les comuniqué mi feliz hallazgo. Estaba contenta y ocupada. Pero, la felicidad me duró poco. Habían pasado cuatro días, y mi amigo no se movía o sus movimientos eran tan pequeños que no era capaz de percibirlos.
Preocupada llamé a un veterinario. Me dio hora para las cuatro y media de la tarde y allí me fui con mi caja de cartón.
Apenas esperé cinco minutos. Entré en su consulta y le expresé mi preocupación por mi erizo. —Veámoslo, aunque ya le advierto que no es mi especialidad, me dijo.
Al abrir la caja, lo tomó en sus manos y se río: —Siento decirle señora que lo suyo no es un erizo.
—¿Cómo dice?, pregunté inquieta.
—Se trata de un pompón de lana de esos gorros o calcetines que llevan los niños. ¿Quiere que se lo tire a la papelera?
—No, muchas gracias. Ya lo tiraré yo, le contesté y salí.
Volví a la calle aferrada a mi caja de cartón. Asida al último amigo que había tenido. Agarrada al último ser vivo que había llenado mi vida. Sujeta a la postrimera esperanza de vivir con alguien que me necesitara.
Cuando llegué a casa volví a colocar la caja en el cuarto de estar. El veterinario me había dicho que no era un erizo, pero quién sabe si podría acompañarme como si lo fuera. Por el momento, seguiría viviendo conmigo. No quería abandonarlo a su suerte.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales