Era sábado. A las cinco ya habíamos hecho los deberes. Tuvimos que convencer a mi madre, pero al fin nos dejaba ir solos al centro comercial a mi hermana de 11 años y a mí, de 13.
Su advertencia fue tajante: —No te separes ni un momento de tu hermana. Eres el mayor y, solo dejo ir a tu hermana porque tú la acompañas.
Queríamos dar una vuelta. Ver cosas, pararnos, mirar tiendas sin necesidad de ir con papá y mamá. Fue genial. Entramos en los sitios que quisimos. Después de ver el escaparate de una tienda de juegos de rol entramos y a los tres minutos Lucía me dijo: —Alejandro, quiero ir al cuarto de baño. —De acuerdo, le contesté, y añadí: —En cuanto termines, regresas aquí de inmediato. No te entretengas ni un minuto.
Al darme cuenta de que había pasado media hora miré por la tienda, pero no estaba. Era muy grande, pero la había recorrido varias veces. Decidí entonces ir al cuarto de baño. —¡Es tonta! Debería chivarme. Me ha desobedecido y le advertí que viniera de inmediato. Espero encontrarla pronto. Papá y mamá se van a enfadar, pensaba.
No me atrevía a entrar en el cuarto de baño de mujeres. Llamé y dije: —¿Hay alguien?, ¿Lucía? Al no contestarme empujé la puerta con un poco de vergüenza, pero no había nadie. —¿Dónde se habrá metido? ¡Será tonta! Si lo sé no vengo con ella. Nos la vamos a cargar.
—Y ahora, ¿qué hago? Estaba nervioso pensando en la bronca de nuestros padres cuando intenté entrar en el baño de chicos. Estaba cerrado y llamé a la puerta. Di varios golpes y grité: —¿Hay alguien? Y aporreando otra vez, volví a gritar: —Abre la puerta.
Y, me abrieron. Era Ethan, un chico de secundaria de mi instituto, aunque no de mi curso. Al verme gritó: —Es Alejandro, el hermano de Lucía. ¡Vámonos!, advirtió a los otros. Entonces, salieron Martín, Hugo y Daniel, todos del instituto. Mientras salían los gritos se oían un poco mejor. —Corred, dijo Daniel, mientras se subía los pantalones. Los demás, también se vestían, y dejaron de tapar a quien lloraba histéricamente. Era mi hermana. Cuando llegué a verla estaba desnuda. No recordaba su cuerpo desnudo desde que éramos pequeños y mi madre nos bañaba juntos.
Hugo, el más chulo, volvió, me agarró de la sudadera y me amenazó: —Si dices algo de esto a alguien mataremos a tu hermana y después te mataremos a ti.
Al irse, me acerqué a Lucía. Temblaba y lloraba histérica. Nunca la había visto así. Creo que jamás olvidaré esa terrible imagen. Sus ojos se habían apagado. Perdidos, miraban al vacío. Sin brillo, sin vida. Entonces no lo sabía, pero habían muerto para siempre.
Quise ayudarla a vestirse, y me dio un golpe. —No me toques, gritó. —Solo quería ayudarte, le dije suavemente. —Vamos, Lucía. Levántate con cuidado. Si quieres, te ayudo. Nos vamos ahora mismo a la policía. Interrumpiéndome, chilló como una histérica: —No. ¿Quieres que nos maten? —Dime qué te han hecho, le pregunté. Pero Lucía no volvió a hablar.
Volvimos a casa en un absoluto silencio. No íbamos a contar nada, pero mi madre al ver a Lucía supo que había sucedido algo muy, muy grave. Pero ni siquiera entonces pudo imaginar la atrocidad de los hechos. Creo que no he vuelto a verla sonreír desde entonces.
Tras la denuncia de mis padres, y puesto que todos tenían doce años y eran menores a efectos de la ley, los derivaron a los servicios de menores. Averiguaron que Ethan, Martín, Hugo y Daniel consumían pornografía desde hacía años. Ethan había empezado a los siete, Martin y Hugo, a los ocho y Daniel a los nueve.
Al coger a Lucía practicaron con ella lo que habían visto tantas veces. Cada uno exhibió sus habilidades frente a los otros. Lo que a uno no se le ocurría era corregido por el de al lado: —Hazle eso, idiota, ¿no te acuerdas de lo que acabamos de ver? —Sigue así. —Mejor, déjame continuar a mí. Terminaron actuando todos en grupo.
Habían repasado en los últimos días lo que iban a hacer cuando tuvieran ocasión. Y, al ver a Lucía en el centro comercial se les abrieron los ojos. La conocían y a todos les gustaba. Era la oportunidad que estaban buscando para practicar lo que veían y miraban absortos. Estaban ávidos y necesitados de practicar lo que habían visto cientos de veces.
Lucía era una niña que anunciaba tímida y remisamente el despertar de su pubertad, y eso multiplicaba aún más su morbo.
Tras una larga conversación con psicólogos reconocieron que estaban contentos y satisfechos. Les había encantado. Saborearon y se regodearon con todo lo que le habían hecho. Disfrutaron como hombres. —Ella decía que no le gustaba, pero es mentira. Todos sabíamos que le encantaba. Muchas chicas dicen que no les gusta para disimular porque no quieren reconocerlo. Cuando Lucía nos pedía que paráramos, sabíamos que estaba deseando que continuáramos. Disfrutó como todas. Lucía tiene suerte, ahora podrá pedírselo a otros chicos para que le hagan todo lo que le hemos enseñado.
Ethan, Martín, Hugo y Daniel eran menores de edad y, por tanto, inimputables.
Lucía, también menor, nunca podrá tener una vida normal. Sufrirá una condena de por vida.
Doctora en Derecho.
Licenciada en Periodismo
Diplomada en Criminología y Empresariales