martes, octubre 8, 2024
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Canasta triunfal

Entrenaban desde los ocho años. Jugando en el patio del colegio formaron un equipo irreductible. Les encantaba el baloncesto.

Entrenaban una vez a la semana. Las competiciones y, sobre todo, los éxitos que cosechaban las llevaron a aumentar gradualmente su dedicación.

Rosa estaba volcada en sus niñas. El tiempo se detenía para escucharlas. Firme al exigir el esfuerzo en cada uno de los partidos ya fuera un simple entrenamiento o la final del torneo más importante de sus vidas. Les demandaba arrojo, talento y atrevimiento en cada punto. Y con cada exigencia, una palabra de ánimo y de aliento.

Sus niñas se convirtieron en unas jóvenes intrépidas y bravas. No se rendían, ni se daban por vencidas. Rosa les infundía empuje. Les transmitía fortaleza, entusiasmo y optimismo. No consentía el desaliento en caso de derrota: —La tristeza no es propia de mujeres valerosas. Menos aún la rendición.

Ni en el tiempo de descuento daba una batalla por perdida. Solo un silbido señalaba la conclusión: —El éxito está en vuestra mano. Luchad hasta el final, les decía. —Dadlo todo. —El resultado no importa. Interesa vuestro esfuerzo y actitud.

En la siempre complicada travesía de la adolescencia, Rosa se convirtió en una amiga mayor en quién confiar.

Tras siete años, Rosa les sorprendió: —Con inmensa pena tengo que despedirme de todas vosotras. Me voy a Australia. Tras las lágrimas insistió: —Recordad, mis chicas no se rinden ante ningún rival. Sed fuertes. Resistid. No tengáis miedo. Y si lo sentís, seguid adelante. El valor se adquiere con el movimiento. Acabaron todas abrazadas alrededor de su entrenadora. —Y, ahora, ¿quién nos entrenará?, preguntó Eva. —Intentaré dejaros lo mejor.

La competencia para entrenarlas fue reñida. Al final, tendrían un entrenador, un hombre de treinta años, precedido de un historial deportivo impresionante. Había llevado a sus equipos a lo más alto. Les pareció un enorme cambio, pero, tras reunirse, decidieron darle una oportunidad.

Volvieron a entrenar duro. Un día, Julio entró en el vestuario y de inmediato dijo: —Perdón chicas. Creí que no estabais dentro. Os espero fuera. Los viajes por España se repetían los fines de semana.

Acabado el partido y ya en el vestuario: —¿De quién es este móvil?, dijo Eva — Mío no, dijo Elena. —Ni mío. Chicas, el autobús se va. Corred, gritó Pepa.

Las semanas se sucedían. Y en el vestuario, se duchaban tras dejarse el alma en la pista. —Aquí hay un móvil, alguna se lo ha dejado.

El cambio de entrenador mantuvo la cosecha de éxitos deportivos. Ese sábado estaban disgustadas, pero no por la derrota, sino por la lesión de Paty.

El revuelo en el vestuario fue mayúsculo, como era habitual. Paty esperaba. Y de pronto, reparó en un móvil. —¿De quién es este móvil? Se acercó a la pata coja y lo cogió. Lo apagó y lo dejó. Y repitió: —¿Es de alguna este móvil? —Mío no. —Ni mío, decían. Volvió a mirarlo, y allí quedó.

De vuelta a casa, Paty acudió al médico. Todas celebraron la falsa alarma. No había lesión. Julio le animó a salir, pero ella prefirió esperar. Permaneció en el banquillo observando y dando vueltas. No perdía detalle de los movimientos de todos.

Remoloneó antes de entrar en el vestuario, donde un día más celebraban su triunfo bailando y danzando. Ana interrumpió sus pensamientos: —No te quedes fuera. —Sí, ahora voy.

Al entrar, seguía buscando: —¿Qué quieres?, le dijo Eva. Removía la ropa entre el desorden hasta que gritó: —¡Aquí está! Chicas, vestíos y venid. Vamos a ver qué hay aquí. Todas miraban el móvil y empezaron a ver los vídeos. Había imágenes de todas. Sus cuerpos desnudos corrían, se abrazaban, saltaban de alegría, buscaban una toalla para secarse al salir de la ducha…

Al ver las inocentes, pero íntimas imágenes se avergonzaron. No había maldad alguna, pero visto el vídeo parecía otra cosa. Inmediatamente empezaron las protestas: —¡Cómo no nos dimos cuenta! —¡Qué asqueroso! —Yo he visto el móvil un montón de veces. —¡Menudo cerdo! —¡Soy tonta! —¡Un tío repugnante! —Un sinvergüenza, gritaban irritadas y con rabia.

—Ya veréis. Ese capullo no volverá a hacer daño a nadie, dijo Paty mientras llamaba. En pocos minutos llamaron a la puerta. Al abrir, entraron dos mujeres policías. Después de ver los vídeos, Julio fue conducido a la comisaría.

Con retraso, entraron en el autobús tristes y angustiadas. Avergonzadas y dolidas. Ana dijo: —Os acordáis de lo que decía Rosa: Mis chicas no se rinden ante ningún rival. Sed fuertes. Resistid. No tengáis miedo. Y si lo sentís, seguid adelante. El valor se adquiere con el movimiento.

Después de alguna lágrima más, Eva dijo: —Nos hemos librado de un abusador. Somos unas campeonas y ahora seremos libres. Podremos desnudarnos sin miedo y sin ojos que nos vigilen.

Al llegar a destino estaban más tranquilas. No sabían todavía lo mucho que habían madurado tras el golpe sufrido.

Además de los valiosos triples que les dieron un triunfo más, habían ganado la batalla más importante de sus vidas.

Doctora en Derecho.

Licenciada en Periodismo

Diplomada en Criminología y Empresariales

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